Cuando uno se sienta a escribir y no sabe qué decir, se levanta, respira hondo, da unos cuantos pasos y se vuelve a sentar. Entonces uno se acuerda de Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde que decía: «No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo». Puesto que la segunda regla por si sola no nos sirve para nada tendremos que centrarnos en la primera. ¿Tengo algo que decir? Probemos: Hoy ha hecho un buen día. Son las doce y media de la noche y estoy solo en el salón de mi casa. Esto, desde el punto de vista del interés viene a ser igual que si digo: Los pájaros vuelan, la mesa a la que estoy sentado es blanca o mañana comeré pollo asado con patatas. Si aplicamos las reglas del irlandés no sólo a la escritura sino también a nuestra producción oral, está claro que deberíamos pasarnos la mayor parte del tiempo callados. Si incumplimos las normas a las que antes nos hemos referido, es decir, si no tenemos nada que decir y aún y todo no paramos de hablar y de escribir, es evidente que Oscar Wilde se equivocaba, y esto, siento decirlo, no ocurría casi nunca. No es que lo diga yo. El mismo Borges aseguraba que después de leer y releer a OW la conclusión a la que llegaba era que siempre tenía razón. Si callo, otorgo y si sigo escribiendo es que tengo algo que decir, y si tengo algo que decir lo digo. Probemos: El sol sale por la mañana, tengo alergia a los ácaros, dios salve a la reina, se me ha caído el chicle al suelo, no me gusta la sopa.
Perdóname Oscar, mejor me callo y otorgo.
No, no, no te calles. Envidia siento, envidia. Es decir, rabia fundida en admiración, o admiración fundida en la rabia que me da leer algo creativo, interesante y clarificador: a mandar mis «agendas» al trastero.
Que hablen de uno es espantoso. Pero hay algo peor: que no hablen
O.W.