Penúltimo viernes de mayo. Una vez más aquí estoy, sentado en un banco en el parque, viendo la vida pasar. Ju come pepitas mix mientras juega a alturitas con sus amigos. Tengo sueño, ésta es mi hora mala del día; la mediatarde. Estoy cansado. Me consuelo pensando en el atardecer. Llegará y yo reviviré al llegar la noche. Debí de vivir otra vida en Transilvania.
No estoy haciendo nada en concreto. Miro, observo, escucho, analizo y, a veces, me aburro. Un golpe seco en la cabeza me saca de este duermevela. Aturdido doy media vuelta y veo a un grupo de niños que se acerca a recoger el proyectil que ha impactado en mi testa dolorida. Me han mirado como si fuera una parte más del mobiliario urbano. Han recuperado su mugriento balón y se han marchado. No me han dicho ni media palabra. Creo que no me han visto. Pensaban tal vez que yo era una farola o el viejo tronco de un árbol. Impotente me he quedado con la palabra en la boca.
Detesto el fútbol. No el deporte sino lo que significa. Su abuso, su poder plenipotenciario, su intromisión en mi vida, su monopolio. Los niños ya no traen un pan bajo el brazo al nacer. Las últimas generaciones nacen con un balón adherido al pie. Si es Adidas o Nike se lo quedan si no, se lo regalan a los pobres.
Cuando yo era niño en el colegio nos enseñaban Formación del Espíritu Nacional. Creí haber conocido con ello la cima de la estupidez. Pues no, los niños de hoy en día no sueñan ya con la libertad ni con cambiar el mundo. Prefieren imaginar el gol de su vida. Sus héroes llevan pantalón corto en su trabajo, trajes de Emilio Tucci en las fiestas, coches descapotables, cadenas de oro de tres centimetros de grosor, peinados inverosímiles y piensan más, en general, con el balón que con la cabeza.
Cuando uno escucha las noticias entiende por qué el mundo está en estado de coma: tres sucesos, un escándalo y el resto fútbol. Nos cuentan minuciosamente cómo al defensa lateral izquierdo del tercer equipo de Ponferrada le ha salido un pequeño bulto en su abductor derecho y que ha pasado la tarde en manos de un masajista. Luego, éste último nos explica, regalándonos mil y un detalles, que de seguir la evolución como está previsto nuestro pequeño héroe ponferradino podrá reaparecer en, aproximadamente cuatro semanas y media. Aliviados y llenos de gozo, seguimos viviendo.
Cuando en la ciudad hay un partido de fútbol el equilibrio natural se altera.Si quieres aparcar el coche a dos kilómetros de distancia del estadio hay que pedir permiso al presidente del gobierno o ver si la mordida funciona también por estos lares. Ya sin coche y con una denuncia por intento de soborno a la autoridad pública, piensas ingenuamente en tomarte un té que aplaque tus ánimos en la soleada terraza de un bar. Una marabunta, ojalá fuera de hormigas, con camisetas multicolores, cantando himnos delirantes y siempre con bombos (¡qué manía!) forma una barrera infranqueable que convierte el simple té en el santo grial de los templarios.
El periódico más leído de España se llama Marca, no es de economía, no es de política, ni tan siquiera de sexo. El deporte rey ocupa todas sus páginas. Ver a un hombre ensimismado recorriendo con sus ávidas pupilas tanto gol y tanto penalti, me produce congoja y rabia. Yo soy republicano y no me gustan los reyes.
Yo de niño jugaba al fútbol, lo confieso. En mi defensa diré que era entonces obligatorio. El salto del amor primigenio al odio posterior siguió una escala que me ha llevado al punto en el que me encuentro. Sé que ahora medio planeta será mi enemigo. Seré el centro de sus burlas y los más aguerridos tal vez me consideren medio hombre. Si alguno, despistado, cae por este blog, al pensar que Jusamawi es el último fichaje filipino del equipo de sus amores, lo llenará de spam para vengarse y hacer justicia.
Cuando veo niños con cromos de futbolistas los adoctrino y les enseño la verdad de la mentira en la que viven. Perdónales porque no saben lo que hacen.
San Pablo, de todos es sabido, tuvo su oportunidad camino de Damasco. Yo también tuve la mía. Vi la luz un día en que estando ante la televisión escuché a una mujer contar, ufana y orgullosa, que los domingos por la tarde, y si el equipo de su marido ganaba, preparaba con mimo la cama y esperaba ansiosa la llegada a casa de su hinchado hincha para ser la feliz depositaria de la inflamación de su hombre que, sin quitarse la camiseta con el número nueve, la hacía mujer mientras rememoraba excitadísimo el último gol de su ídolo en el campo de batalla. Entre jadeos un terrible GOOOOOOOOOOOOL se dejaba oír por todo el vecindario.
Anonadado, me levanté y pinché el último balón que quedaba en casa.
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