Voy a contar un secreto. No me gusta la armonía. No me refiero a la música sino a esa especie de paz bendita que a veces atonta las caras de los seres humanos. Si veo a mucha gente contenta y feliz, algo se me quiebra por dentro y me hace sentir dentera. He dicho dentera, no envidia. No soy un monstruo. Tampoco creo ser un tipo excesivamente raro. De hecho, puedo asegurar que me gusta estar contento. Uno puede admirar a los tipos duros y sentir debilidad por los malditos. Pero uno ha crecido lo suficiente como para darse cuenta de que tales cosas viven en su imaginación y que si salen de allí pierden todo su encanto y ya no merecen la pena.
La armonía vista desde fuera se me hace desagradable. Es difícil de explicar. Hay cosas que se sienten y uno las ve tan claras que cuando quiere verbalizarlas se queda sin palabras. De vez en cuando ocurre que alguien entiende lo que quieres transmitir, sabes que esa persona capta lo que otros no. Ese es un buen momento de conexión. Algo similar ocurre con el sentido del humor. No se puede explicar. Esas afinidades nos suelen unir más que muchas palabras u horas en compañía.
Cuando en una reunión familiar, por ejemplo, llega el momento en que todos hablan bien unos de otros, se quieren y todos son sonrisas sin lágrimas, creo que padezco algo parecido a una subida del nivel de azúcar en la sangre y me empalago. No me gusta empalagarme. Con el dulce hay que tener mucho cuidado. Un poquito de más puede ser demasiado. Me encanta que me quieran, imagino que como a todo el mundo. Que me lo demuestren efusivamente ya es otro cantar. El aire sabe a miel y a mí la miel no me gusta. La luna de miel, por tanto, me parece un concepto denteroso. Una pareja acaramelada es superior a mis fuerzas. Lo mismo me ocurre con la gente satisfecha de sí misma. Todo les sonríe. Todo está bien y la contentura les sale por los poros de la piel. Te miran desde otro planeta, más allá de Disneylandia.
Un concierto de música. El público extasiado levanta sus brazos y los balancea dulcemente al ritmo de la música. Dentera. Encienden sus mecheros al escuchar esa almibarada canción romántica que tanto aman. Más dentera.
La dentera es algo con lo que uno nace, no se hace. Y no hay remedio para evitarla. Yo, por ejemplo, no puedo tocar lana y algunos otros tejidos. La carne se me pone de gallina y una sensación indescriptible, pero no por ello menos desagradable, me abruma. Solo con imaginarlo me pasa. Ahora mismo la siento. Cambiemos de tema.
En fin, no aguanto la armonía, cierta alegría, la satisfacción y la efusividad desmedida. El contacto físico también tiene su aquel. Hay gente que toca mucho, demasiado. Desparrama su cariño. Esto hay que saber hacerlo. Primero me incomoda. Segundo, no sé devolver ese afecto. A veces ni lo siento.
Lo mejor de estas manías, lo más peculiar, lo único que nos da un cierto dominio sobre ellas es que uno es tremendamente injusto al emplearlas. ¿De qué manera se explica si no que esto que estoy diciendo no se aplica en todos los casos? Hay personas a las que uno les perdona todo. Les perdona y no, no es tan siquiera una pega. Lo que en otros puede ser detestable, en ellos puede ser adorable. Un observador imparcial, si es que tal cosa existe, diría que eso no es justo. Tendría razón. ¿Y? Somos esclavos de nuestras manías y fobias, pero totalmente libres a la hora de decir contigo me acaramelo, contigo no, tú puedes usar diminutivos y tú no, me encanta cómo enciendes el mechero y en ti lo detesto. ¿Quién puede ser justo en los afectos? ¿Qué sería de nosotros sin esa libertad de juicio? Sin esos caprichos que hacen posibles las personas especiales, de las que adoramos hasta cómo estornudan. La lógica no entiende de sentimientos ni denteras.
No me gusta la gente inflexible, cuadriculada, que todo lo juzga ecuánimemente, que no se permite nunca hacer o decir tonterías, preferir unos a otros y darse el gusto de decir porque sí de vez en cuando. Han hecho de lo correcto la cárcel de sus vidas.
Todos podemos ser amigos, todos llevarnos bien y aspirar a ser felices. Pero cuando pienso en Doris Day, cuando veo a un papi y a una mami perfectos, tras su cursillo de paternidad responsable, con sus rubitos retoños preciosamente acicalados, cuando todo el mundo de la mano canta «Blowin’ in the wind», algo me pasa por dentro, un nudo se me hace en el estómago y la dentera se adueña de mi alma.
Ya me he confesado. El acto de contrición lo doy por hecho. Ya solo me queda la penitencia. Me voy a poner un grueso jersey de lana virgen, voy a asistir a una reunión de ejecutivos agresivos que, embobados y satisfechos, tienen un orgasmo al oír cómo les jalea su jefe y luego cantaré con ellos de la mano «Es un muchacho excelente».
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