El arte de fingir es el más extendido de todos. No importa la capacidad creativa que se tenga. De la misma manera que para otras facetas artísticas hay personas más o menos dotadas, para el fingimiento todos parecemos tener un don innato. Las máscaras nos han atrapado y ya forman parte de nosotros. La cara se oculta tras la careta. Los niños fingen en cuanto son conscientes de que existen argumentos; los adultos perseveran en el noble arte de la mentira. Inventan, incluso, códigos de comportamiento para justificar la falsedad de sus acciones. Los amigos y los amantes se engañan por el bien del otro. Los padres lo hacen por sus hijos y los gobernantes por sus amados pueblos. Los traidores y los cobardes se justifican juzgando a todos por el mismo rasero, y cada uno de nosotros, rizando el rizo, finge ante sí mismo. Cada día me convenzo de lo que me interesa creer y consigo ocultar mis miserias bajo hermosas palabras.
La vida es un teatro. Un teatro sin espectadores. En esas condiciones transformamos nuestro mundo en escenario del que ya nunca bajamos. Cuando alguien actúa sin que nadie le contemple, deja de ser él para ser su personaje.
El buen actor nos hace creer lo que no es. Su virtud reside en seguir siendo él mientras actúa como otro. Cuando dice la última palabra del guion, el personaje se desvanece y surge de nuevo la persona de carne y hueso que se refugiaba en palabras y gestos.
El mal actor acaba confundiéndose con el personaje que representa. Poco a poco se diluye en él y acaba creyendo ser lo que no es. El arte es el fingimiento. Llamamos loco al que no finge y cuerdo al que es consciente de lo que hace. Los locos son los peores actores del mundo. No saben que actúan y eso es pura contradicción.
Si observamos en silencio, desde una esquina perdida, los comportamientos humanos, no vemos personas, vemos personajes abducidos por la imagen que quieren dar de sí mismos. Todo comienza por la mentira, basada probablemente en la inseguridad. Se forma entonces un caparazón que acaba haciéndonos prisioneros. Se siente uno seguro ahí dentro. Aceptamos esa cárcel autoimpuesta. Hablamos en boca de otro y acabamos por olvidar quiénes éramos. El telón ya nunca baja y la obra sólo termina con la muerte.
Personajes en busca de un autor que les diga lo que tienen que decir, que les quite la responsabilidad de decidir, la capacidad de obrar, el derecho de disentir. Niños que imitan, adultos que crean dioses que les guíen, débiles que se apretujan bajo la espada del fuerte, héroes de pies de barro que inventamos para que nos protejan de nosotros mismos.
Todo es producto del miedo. De ese miedo que nos amenaza con dejarnos solos. Soledad que nos aterra, pues en ella no hay escondite. Terror en los ojos de los que han visto la verdad agazapada. Odio al que osa mostrarse transparente, al que se hace espejo ante nosotros. Odio al que muestra la verdad que tanto tiempo atrás conseguimos olvidar.
Quitarse la máscara se ha convertido en el mayor acto de valentía. Mostrarse ante los demás tal como somos. Decir la verdad y desterrar la mentira de nuestra boca enferma por su causa. Sonreír mostrando los dientes, saludar a quien no nos saluda y dar siempre un paso adelante. Decir yo y no nosotros, no pensar al dictado, admirar, no adorar, decir bien alto que no. Preguntar sin temor a la respuesta. Hacer.
Deja un comentario