Hoy he vuelto a escribir con pluma. No sé cuánto tiempo hace que no lo hacía. He guardado absoluto silencio para escuchar el sonido de la pluma sobre el papel. He escogido un papel grueso y tinta negra. El azul se me hacía demasiado cotidiano. Después de escribir unas pocas líneas, me he detenido y he observado. La mano me pide lápiz, el corazón tinta y mi mala letra se consuela con el sonido de las teclas.
La pluma tiene la ventaja de que te hace disfrutar del camino. Él es el objetivo. Con la pluma eres como un viajero. No importa lo que escribas. Basta deslizarte sobre el papel.
La tinta, además, huele. No es tinta china, pero huele y deja en el aire un halo que hechiza.
La pluma que ha llegado a mis manos es simplemente una pluma. No tiene pretensiones. No es de oro, no tiene brillantes que la engalanen ni tan siquiera una marca para lucirla. Es simple y llanamente una pluma. Negra de cuerpo y con un capuchón plateado. Es ligera. Uno se siente a gusto con ella entre los dedos.
Me gusta también el clic que hace cuando la cierras. Lo pruebo una y otra vez y me reafirmo. Me gusta. La pluma escribe, se desliza, huele y suena bien.
Cuando pienso en plumas veo manos de gente mayor sosteniéndolas. Dedos que han vivido muchas vidas. Dedos que las cuidan, que las llevan consigo y que las guardan en el bolsillo de su chaqueta. Cuando pienso en plumas, no sé por qué, pienso en manos masculinas. Demasiadas veces las plumas en manos de mujer son joyas y no plumas. No me gustan.
El lápiz, ahora desocupado, me recrimina. Él, humilde. Ella, tan pretenciosa, tan compleja. Él, efímero; ella, perdurable. Él consume su vida rápidamente, se deja la piel a tiras en el esfuerzo. Ella nace con la vocación de quedarse. Los lápices se pierden, se van como vinieron. Casi por cualquier parte. Ellas son siempre cuidadas y hasta mimadas. A ellas nos da miedo perderlas y echarlas de menos.
Negra tinta sobre papel blanco. Pluma y literatura. Carta a un ser querido, solemnidad. Notario y testamento. Firma de médico y nota de profesor añejo.
Los niños las miran como a insectos extraños. Curiosos por un momento, pero dispuestos a olvidarlas por un destello fosforescente.
Dos páginas repletas de letras y palabras escritas con prisa. Casi no las entiendo. La pluma las estira, las aplana. Me gusta también así. Ver lo escrito como un dibujo, como una línea continua sin significado. La satisfacción viene al contemplar la hoja llena de tinta.
Pluma o lápiz, ¿qué más da? Al final lo único que importa es el veneno de la escritura.
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