El horror debe ser mostrado. Debe golpearnos en la cara. El horror tiene que ofendernos y resultarnos insoportable. Si pixelamos las imágenes, si no vemos los cuerpos mutilados, si escondemos el bebé destrozado por la bombas, si ni tan siquiera vemos las caras llenas de muerte, odio y rabia, si ocultamos lo que han visto otros ojos para que podamos hacer la digestión, entonces, nunca aprenderemos nada.
El horror lo provocan seres humanos como nosotros, el horror lo sufren personas como nosotros. Somos salvajes como siempre lo fuimos. Somos violentos y terribles, somos lo que fuimos y lo que seremos.
El dolor es fruto de nuestros actos. Es el mismo dolor que padecieron nuestros antepasados hace tres mil años y el que padecerán nuestros descendientes.
De la misma manera que todo está dicho y preguntado desde los tiempos de Homero, también todo está hecho y no hacemos más que repetirlo.
El horror está dentro de nosotros como lo están también la bondad y la valentía. La civilización no lo ha eliminado, tan solo lo disimula hasta tal punto que cuando lo tenemos frente a nosotros somos capaces de mirar para otro lado.
Hace también miles de años que inventamos el derecho. Es lo único que tenemos para combatir el horror que nos acecha. Es frustrante que la ley y no la propia conciencia sea nuestra única esperanza. La ley y el derecho son el único camino que nos queda. El único lenguaje.
El derecho no hará desaparecer el monstruo con el que compartimos nuestra propia vida pero es el único consenso mediante el cual podremos, poco a poco y algún día, resolver los conflictos que forman y formarán parte de nosotros.
Mientras contemplemos el horror como si no fuera nuestro, mientras no nos enfrentemos a lo que verdaderamente somos no lograremos nada.
Aceptar que tenemos lo mejor y lo peor dentro de nosotros y aceptar que solo un lenguaje que entendamos todos nos ayudará a salir de este laberinto macabro son las dos condiciones necesarias para poder seguir adelante.
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