Después de poner tu guarda páginas en el libro, después de dejar el libro y las gafas en la mesilla, después de beber un poco de agua, después de apagar la luz, después de apoyar la cabeza en la almohada, después de cerrar los ojos no puedo evitar pensar en todo lo que he hecho durante el día. No es un análisis, no es una evaluación. Es otra compulsión, otro rito insalvable. Algo incontrolable me empuja a recorrer los caminos, enumerar los momentos, visualizar las imágenes, escuchar las voces, recordar las personas y las palabras dichas. ¿Para que queden grabados en la memoria? ¿Para que pueda dormirme y no volver a empezar? No lo sé. No tengo respuesta. Es un proceso que necesito llevar a cabo indefectiblemente. Es una obligación, un must que se me impone desde fuera. Es un paso previo ineludible.
Después de hacerlo, en cuanto siento que no controlo el pensamiento, que ya no marco ni el ritmo ni el orden y que surgen imágenes en mi mente sin ser invocadas, sé que floto ya casi dentro de la inconsciencia del sueño. Siempre me empeño, inútilmente, en apresar ese último instante antes de caer dormido. Tarea imposible. Esa delgada línea que marca el salto entre la consciencia y la inconsciencia es inaprensible. Ese instante se escurre entre la vigilia y el sueño. Me desliza, sin yo notarlo, por la pendiente de otro mundo paralelo.
Durante la noche sueño, sé que lo hago. Vivo en mundos distorsionados y sin lógica, donde es inútil tratar de encontrar corrección o sentido al razonamiento. El rito anterior al sueño que me hace ordenar el tiempo aquí ya no es posible. El sueño es un mundo que no podemos hacer consciente a cada momento, es un mundo destinado al recuerdo. Recuerdo que al no tener espacio ni tiempo se me presenta incontrolable. Sabemos que vivimos durante los sueños, pero estamos condenados tan sólo a recordarlos.
Al despertar trato de poner orden y concierto en las imágenes, personas, palabras y momentos soñados, pero siempre me estrello con la luz del día que al abrir los ojos, borra o al menos difumina, entremezcla, distorsiona más allá del recuerdo lo que hasta un momento antes era pura evidencia.
Muchos días son parecidos, nunca iguales. No me importaría que lo fueran, pero siempre hay algo que los diferencia. A pesar de ello, todos transcurren en el orden que les asigna el tiempo. Todos los días transcurren en las tres dimensiones en las que supuestamente vivimos.
Muchas noches son parecidas, nunca iguales. No me importaría que lo fueran, pero siempre hay algo que las diferencia. El problema es que transcurren sin orden, sin tiempo, sin espacio y sin dimensiones.
Es un consuelo vivir entre lo alto, lo ancho y lo profundo. Da tranquilidad poder contar las horas y los días. Nos ayuda el vivir entre magnitudes que todo lo miden. Me ayuda cerrar los ojos y recordar en orden y siguiendo el paso del tiempo. También sé, sin embargo, que hay otros mundos que yo habito donde nada se puede medir, donde chocan espacio y tiempo, donde soy niño y adulto, donde no hay presente, pasado ni futuro. Es desconcertante vivir en lo incontrolable y por eso todas las mañanas abrimos los ojos para que la luz nos impida apresar ese último instante antes de caer despiertos y traspasar esa línea que marca el salto entre la inconsciencia y la consciencia. Ese instante que se escurre entre el sueño y la vigilia. Esa luz que me desliza, sin yo notarlo, hacia otro mundo paralelo.
Vivimos despiertos y vivimos dormidos. Vivimos en la vigilia y en el sueño. Lo que queda en ambos casos son solo recuerdos que no podemos encerrar en las tres dimensiones del espacio ni tampoco en el tiempo.
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