
Cuando empezó el verano no quería que comenzara. Ahora que empieza a terminar, no quiero que se vaya. La contradicción siempre me acompaña. Pasan los años, pasa el tiempo que llena la vida y no aprendo. Debo llevarlo en los genes. No desear que algo suceda y luego lamentar que se termine. Lamento por adelantado y anhelo lo que se me escapa de las manos.
No existe nunca una segunda oportunidad; creerlo nos consuela, pero no es cierto. Posponer algo para hacerlo más tarde es no hacerlo. El miedo a lo que está por llegar y el miedo a que se termine cuando ya ha llegado no son más que pesadas piedras que nos mantienen quietos cuando lo único que existe es el movimiento.
Mirar hacia adelante es complicado. El pasado es un lastre o un refugio en el que queremos quedarnos. El futuro es siempre incierto. Optimismo y pesimismo son maneras de imaginar el futuro, bien pensando que todo saldrá bien o mal. Lo que debería mantenernos esperanzados es que lo por venir aún no está decidido. Lo que nos retiene es saber que lo aprendido siempre está en el pasado.
Yo escribo para mantenerme en el momento en el que escribo. Hago fotografías para retener el tiempo y ver lo que ya no puedo ver. La música que escucho siempre me lleva hacia atrás, nunca hacia adelante.
El futuro no es nada o es, por lo menos, vago y dudoso. Este momento, sin embargo, son palabras que escribo, música que escucho, luces que entran por la ventana, verano que aún no ha terminado. Los ojos solo pueden mirar el aquí y el ahora, por eso los cierro tantas veces.
Abro los ojos y veo la casa vacía, la luz naranja que entra por la ventana, un café sobre la mesa y el calor que inunda el jardín también vacío. Cierro los ojos y veo que llegáis en tren o en avión, escucho palabras que vuelan y pasos en el piso de arriba. Estoy bien, pero no puedo evitar cerrarlos.
Escucho canciones, una tras otra en esta mañana de verano, de calor, de mirlos y vencejos, de café y palabras, de sombra buscada, de higos y hojas que empiezan a caer de los árboles, de tiempo que pasa y recuerdos que se quedan conmigo, reteniéndome. El pasado se me hace cada vez más grande y es tentador quedarse en ese refugio seguro en el que podemos vivir con los ojos cerrados.
Tengo que abrir los ojos, me digo, y lo hago. Así alcanzo al tiempo que siempre me alcanza.
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