Hoy es uno de septiembre. He pasado la hoja del calendario y, con ese ínfimo gesto, han quedado atrás la luz, la calma, el tiempo innecesario y la inconsciencia cotidiana. Ante mí, ahora, una nostalgia que ya siento, de mañanas tranquilas, tardes compartidas y noches solitarias. El verano se agota y, con él, la esperanza de no vivir en el tiempo. ¿Por qué siento cernirse sobre mí tantos días inciertos? Lo peor de haber sido feliz es estar constantemente recordándolo. No quiero salir de mi refugio, no necesito más palabras que las vuestras y no deseo sentir ninguna ausencia.
Salgo a la calle, la lluvia eterna de septiembre va borrando mis pisadas. La piedra gris, las calles maltratadas y un cielo plomizo que me oprime me hacen cerrar los ojos y perderme en los recuerdos y vivir donde el azul, el rojo, el verde y el amarillo me hacen olvidar este insípido mundo incoloro. No quiero más horario que mis ganas, no quiero ruido, no quiero nada. Sí, una cosa sí quiero: perderme en los caminos recorridos, donde tan solo viven la luz y mis pensamientos.
Miro los libros que he leído, los toco, no los abro para no dejar escapar mi emoción de entre sus páginas. Recuerdo la música escuchada; suena distinta ahora. Todo me habla de otros tiempos, de otras voces y de las estrellas que noche tras noche escudriñaba.
Podría decir que estoy desesperado, que el dolor abrasa mi costado y que dejé atrás todo lo que hace latir con fuerza lo que siento. Podría decirlo y repetirlo hasta creerlo, sentirme de ese modo una fiera enjaulada, un alma atormentada. Pues no, no lo diré porque no es cierto. Tengo hoy lo que tuve ayer, nada ha cambiado. Eso es lo duro. Lo sé y duele saberlo. ¿Cómo puede una simple hoja de calendario, hacerme sentir así, tan derrotado?, ¿por qué yo, que todo lo tengo, me dejo caer de esa altura ensimismada?, ¿de dónde viene, en fin, esa tristeza, ese nudo en el estómago, esa mano firme que con uñas afiladas me hiere las entrañas?, ¿cómo puedo ser tan débil, tan idiota?
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