Los sentimientos son caprichosos. Las pasiones lo son aún más. Es curioso comprobar lo fácil que es pasar de uno a otro sin que medien grandes transformaciones que lo justifiquen. Lo llamativo es que el cambio suele ser un viaje de ida, casi nunca de ida y vuelta. Pondré un ejemplo: pasar del amor al odio es un asunto cotidiano. Personas que hasta ayer se querían con locura, pueden hoy llegar a despreciarse e insultarse por lo que antes hubieran considerado pura levedad, una nimiedad o incluso era tenido por peculiaridad que hacía encantadora a nuestra pareja o a nuestro amigo. ¿Dónde se sustenta este cambio? ¿Por qué esa forma de arrugar la nariz o aquel dedo gordo del pie que hasta hace poco nos parecían arrebatadores, ahora nos parecen insufribles? Hay matrimonios que después de una convivencia feliz de, pongamos 20 años, y de la que todos hemos sido testigos, consideran al poco tiempo de la ruptura que su vida pasada fue una miserable pérdida de tiempo, que, en realidad, nunca estuvieron enamorados y que su ex-pareja es, ahora lo vemos claro, un ser vil y rastrero. ¿Estábamos ciegos o nos hemos vuelto idiotas? ¿Éramos idiotas o nos hemos vuelto ciegos? Una vez comprado este billete de ida, el que nos ha llevado del amor al odio, es altamente improbable que recorramos el camino inverso. Parece que se nos cae un velo de los ojos. Donde había interés, ahora hay abulia; donde atracción, repulsión; donde amor, indiferencia; donde veíamos la mirada irresistible que nos robaba el alma y la palabra, ahora vemos a un simple gilipollas. ¿Qué ha pasado? ¿Será que cuando se acaba el amor o la amistad vemos a la persona real? ¿Vivíamos una ensoñación que nos había convertido en seres enajenados? ¿Es, en fin, el amor una fantasía que fue bonita mientras duró?
Poniéndonos más serios, podemos también analizar lo que ocurre en numerosas ocasiones con respecto a nuestros padres. Yo creo que si somos absolutamente sinceros con nosotros mismos, nos veremos obligados a reconocer sin tapujos que en muchas ocasiones, nuestros padres, aquellos sin los que no podíamos concebir la vida cuando éramos pequeños, aquellos seres perfectos que nos libraban de todo mal, nos sobran. Solo un sentido del deber, una tradición engrosada con el paso de los siglos y una moral que nos hace sentir culpables por lo que no se considera oficialmente correcto, impiden que demos rienda suelta a nuestros sentimientos, que pronunciemos siquiera las palabras que, sin embargo, no dejamos de oír en nuestro interior. En este caso no se trata del salto al vacío que nos lleva del amor al odio. Es simplemente el paso necesario que hace falta dar para transformar la dependencia en independencia. Tan fuerte era aquella en el pasado que nos da vértigo reconocer que de ella ya no queda nada.
La relación padres-hijos es peculiar, pues con el paso del tiempo se invierten totalmente los papeles que nos toca jugar. El niño desamparado que no puede siquiera concebir la lejanía de sus progenitores, que necesita como el aire su constante presencia y protección, que tiene como el más trágico de sus recuerdos el día, el momento en el que fue consciente de que sus padres no eran inmortales, pasa de mayor a sentirse él necesitado, a representar el papel que antes hacían ellos. Si esa transición no tiene lugar muy paulatinamente, si la transformación de esos seres otrora insustituibles se hace penosa a nuestros ojos, nos convertimos en implacables desmontadores de mitos o en acomplejados traidores de lo socialmente correcto. En cualquier caso, en nuestro fuero interno, sabemos que el paso ha sido dado. Otra cosa es decirlo, demostrarlo.
Somos seres inestables, no somos uno, somos muchos, como ya se ha dicho muchas veces, vivimos en un mar de dudas, nos aferramos por ello a los sentimientos, queremos que sean inapelables. Al final no podemos. Del mismo modo que pasamos de la alegría a la tristeza sin apenas darnos cuenta, de la misma manera que la paz se convierte en guerra, también las pasiones, los grandes sentimientos pueden convertirse en su contrario, o al menos en una sombra irreconocible de sí mismos.
Somos así, no somos monstruos. Aceptémoslo. No nos queda más remedio que querernos. No importa que lo que hoy digamos, pensemos o sintamos, mañana nos produzca sonrojo cuando menos. Somos cambio, no permanencia.
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