Supongamos por un momento que un grupo de personas decide trasladarse a vivir a una isla desierta. Todos son jóvenes, altos y guapos. Para que no falte de nada, derrochan salud por todos sus poros. Hagamos que la imagen sea aún más idílica y esperanzadora: nuestra isla disfruta del clima más benigno que imaginar quepa y el alimento está al alcance de los dedos. Nuestros amigos, henchidos de vida y de alegría, comienzan su regalada existencia en, pongamos por caso, los soñados por Stevenson y nosotros, mares del sur.
Los días pasan, las risas impregnan el aire y nuestros protagonistas no tienen más ocupación que contar las infinitas estrellas que noche tras noche se asoman a su isla encantada. No, no voy a hablar de aburrimiento; nuestros jóvenes están llenos de recursos y desprecian el hastío. Tampoco de enfermedad, están en la plenitud de la vida. La nostalgia se quedó en su pasado y no hay tristezas que empañen sus almas.
¿Qué problema surgirá entonces que tiña de oscuro su resplandeciente presente? ¿Qué nube ocultará el sol que alimenta sus vidas? ¿Podrá la felicidad que les rodea impedir que surjan conflictos? La respuesta a esta última pregunta es no, un rotundo no. El conflicto vive dentro de nosotros y escapa por rendijas imposibles. Donde hay convivencia, hay conflicto. Los problemas, si no se resuelven, generan problemas mayores y, tristemente, los humanos necesitamos de medios externos para solventar nuestras dificultades. Los seres humanos siempre han vivido en grupo. Parece que el desarrollo completo de una persona pasa inexcusablemente por esta condición. No somos autónomos. Necesitamos a los demás para ser nosotros.
Volvamos a los mares del sur. Al cabo de un tiempo, nuestros queridos amigos comienzan a tener sus primeras rencillas. Uno ha bebido del coco que cogió el otro. El otro no ha retirado la basura que molesta al uno. Algunos no colaboran lo suficiente en la recolección de comida y otros se dedican a criticar lo que hacen los unos. Para evitar males mayores, deciden, juiciosamente, reunirse al calor de la hoguera y tratar de resolver sus diferencias. La conclusión es clara y unánime: son necesarias algunas normas. Hay decepción en el ambiente. Ellos que soñaban con un mundo sin fronteras, sin leyes, donde cada cual es responsable de sus actos y por ciencia infusa comprende que su libertad acaba donde empieza la del otro. No caen, a pesar de todo, en el desánimo. Piensan que una mínima organización, un sencillo reparto de tareas pondrá fin a sus disputas y orden a sus vidas. Tras la tempestad, llega la calma. Ahora, hermanados, cantan de la mano junto al fuego, el mar y las estrellas.
Ya se abrió la caja de Pandora. Donde ayer había un puñado de normas, hoy las encontramos a manos llenas. Los nimios conflictos que antes trastocaban levemente la armónica existencia, ahora son graves problemas que no exigen sólo solución, sino castigo. No hace falta estar versado en nada para reconocer una injusticia. El niño recién destetado no admite que le quiten lo que considera suyo. El más analfabeto de todos puede reconocer un engaño. Cualquier persona, no importa quién sea, sabe que no es justo que nadie se imponga por la fuerza.
Ya en nuestra isla han dado un paso más. Han tipificado los malos comportamientos. Unos son simples faltas, otros, sin embargo, son delitos. Unos, tal vez, pueden quedar sin castigo, otros, dado el daño causado, merecen una sanción. Al cabo de un tiempo, cada uno tiene bien establecidas sus funciones, sus responsabilidades y sus obligaciones. Tal vez no nos gusten. Ya no importa. La vida en sociedad lo requiere. En el mejor de los casos, podemos imaginar que las decisiones, que las normas y sanciones han sido decididas entre todos. Esas normas, esas costumbres van poco a poco conformando un factor civilizador y creando una cultura. Moral, en el sentido de costumbre y derecho, se abren paso de la mano. ¿Son una necesidad humana? ¿Es el derecho una condición indispensable para la vida en sociedad? ¿Son imprescindibles las normas? Veámoslo de otra manera. El derecho es la esperanza del débil. Es el único que le puede dar la razón y de ese modo poder enfrentarse al más fuerte. El derecho determina lo que puede y no puede hacerse. Los juegos de los niños pueden jugarse porque hay unas reglas que delimitan lo que es válido y lo que no. Si el ser humano es un ser social, algo que admiten hasta los antisociales, podemos concluir sin temor a equivocarnos que es inconcebible una vida en sociedad sin derecho.
El buen tiempo continúa en los mares del sur. Nuestra isla está ahora más poblada. Hay niños y ancianos. Hay escuelas, tiendas y almacenes. Han construido incluso carreteras que comunican todas las poblaciones. Unos estudian y otros trabajan. Unos son felices y otros no. Hay quien tiene mucho y otros no tienen nada. Por encima de los árboles ondea una bandera. Para defenderla han comprado fusiles y tanques. Hoy en las escuelas, los estudiantes han oído la historia de unos colonos que hace muchos años llegaron a la isla con la idea de vivir en paz y armonía. No tenían leyes, no tenían armas y vivían de lo que tierra y mar les regalaban. Asombrados, al llegar a casa, han contado, durante la cena, la increíble historia recién aprendida. Sus padres, cansados, han dicho: «Calla niño, no digas tonterías».
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