A veces lo cotidiano me resulta intrascendente. No puedo evitarlo. Cuando me descubro a mí mismo pensando en la sartén que tengo que comprar o pasando el rato ante la televisión, me deprimo. Cuando veo las caras de la gente que afanosa trabaja por no aburrirse, escapo impaciente de su mirada.
A veces me canso de mí mismo. Me gustaría ser capaz de no pensar en nada, de dejar la mente en blanco y limitarme a descansar. Me gustaría tener una habilidad manual que me permitiera concentrarme en hacer una mesa, en cortar hierba o en pintar un cielo azul. Lo intento, pero no puedo.
Cuando me acuesto buscando el reposo, las ideas acuden corriendo a mi cabeza y, como con vida propia, independientes de mi voluntad, me obligan a quedarme con ellas. Cuando paseo, es rara la vez en que puedo fijarme en el paisaje. La concentración se produce en mi mente hiperactiva y lo que me rodea desaparece.
Todo esto me fatiga. Además, la mente, en general, es poco fructífera. Horas y horas sopesando pros y contras, valorando ventajas y desventajas, perdiendo el tiempo añorando lo que pudo ser y no fue o lo que me gustaría que fuera y nunca será. Los resultados son escasos tras tanto esfuerzo.
A veces sueño con limitarme a mirar, observar lo que sucede a mi alrededor y atravesar el tiempo entre olores y colores. Desconectar de las obsesiones que me impiden apreciar lo que a menudo olvido que tengo. Quisiera ser pájaro y volar por un cielo cercano a la nada.
Vivo en una batalla campal para poder permanecer aquí y ahora y olvidarme de tanto ayer y tan poco mañana. No sé si merece la pena tanto dolor de cabeza. No es la prisa lo que me asusta, no es el día que se acaba. Es la palabra que incesante se repite sin que yo pueda callarla.
A veces me calmo, me siento y me digo: «No tienes la culpa.» Los días pasan, uno tras otro se arrastran por un suelo mojado. Yo resbalo por ellos, pero, al fin y al cabo, siempre me levanto. Despacio cierro los ojos y miro hacia adentro. Veo luces de colores y no soporto su destello. Añoro el blanco y el negro.
Dudas constantes de si hago bien. Las preguntas en busca siempre de respuestas. Yo divagando y la vida que pasa corriendo a mi lado. La dejo ir y ella nunca da media vuelta. Pensar, hablar, escribir, leer. Estoy lleno de palabras que pugnan por salir. Yo las retengo, egoísta. Siempre creo que sin ellas no soy nada.
Estoy enfermo de mí mismo. Todo me parece poco. Sueño con otra vida, me gusta verme allí, caminando, pisando la tierra, sintiendo el sol sobre mis hombros, yendo cada vez más deprisa hasta no pensar en nada. Hasta ver la tierra tan sólo como tierra, siendo yo no más que movimiento.
A veces pienso estas cosas, desvaríos pretenciosos por no querer enfrentarme al aquí y al ahora. No es para tanto. Tengo un secreto. Cuando todo va tan rápido que no puedo detenerlo, yo soy el que paro. Saco mi brújula sin norte y vuelvo siempre a casa. A mi casa.
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