Hoy he cumplido con el rito anual de asistir al estreno de la última película de Allan Stewart Könisberg. Dicho así, queda muy misterioso, pero si digo que se trata de Woody Allen, entonces la cosa cambia. Normalmente, este rito suele tener lugar en otoño. Este año se ha adelantado y ha puesto algo de luz al ambiente nublado de fines de agosto.
Mr. Allen ha dirigido en torno a cincuenta películas. Las he visto todas y todas las he visto más de una vez (y de dos). Es evidente que me gusta y que, por tanto, mis juicios no son objetivos. Tampoco lo pretendo.
Me llegué a saber Annie Hall casi de memoria, Interiores me mantuvo clavado en el asiento del cine mientras mis amigos huían despavoridos. Nueva York volvió a ser en blanco y negro desde Manhattan, La rosa púrpura de El Cairo me dejó con la boca abierta, Delitos y faltas puedo verla y volverla a ver sin nunca cansarme, Alice es pura sensibilidad, Todos dicen I love You hace creíble lo increíble, Granujas de medio pelo y Un final made in Hollywood demuestran que la risa es la mejor medicina, Match Point, Si la cosa funciona y tantas otras son pura inteligencia hecha palabras. La lista podría ser más exhaustiva, pero no quiero aburrir a nadie.
Sobre Woody Allen hay varios tópicos. Uno de ellos es el que insiste en considerarlo el más europeo de los directores norteamericanos y el otro es el de esperar cada año una obra maestra. Cuando esta no llega, parece que todo se ha quedado en agua de borrajas. Surge entonces el crítico que nos recuerda que una película normal suya es muy superior a la mayoría de las que se proyectan en las salas de cine. Tal vez los dos tópicos sean ciertos. Es curioso que un director europeizado sea el que más ha dado a conocer Manhattan al mundo y lo es también que persista su fama de genio cuando su éxito comercial y de crítica es bastante relativo.
Si tuviera que decir lo primero que se me ocurriese al oír su nombre, creo que sin duda diría inteligencia. Sus películas son inteligentes, sus diálogos más, su humor más todavía.
Normalmente, Woody Allen gusta mucho o no gusta nada. Es raro el término medio y no suele suceder que gusten unas películas sí y otras no. Está condenado a tener amantes de sus obras completas o detractores de todas las líneas que ha escrito e imágenes que ha rodado.
Llevo muchos años viendo sus películas y reconozco que, de vez en cuando, me someto a una terapia personal que consiste en ver durante unos cuantos días seguidos algunos de sus títulos. A mí me sienta de lo más bien. Lo recomiendo. Es mucho más interesante, divertido y barato que la visita a cualquier psicoanalista. Es uno de mis estimulantes preferidos y, de momento, todo se andará, no creo que esté en ninguna lista de sustancias prohibidas.
La pena de esperar un año con sus trescientos sesenta y cinco días para ver su último trabajo es que todo se acaba en noventa míseros minutos. Es terrible cuando los créditos con tipografía Windsor te anuncian que todo ha terminado y que todavía quedan doce meses para asistir al mismo espectáculo.
Sé que Woody Allen se repite, que trata una y mil veces los mismos temas, que sólo refleja a una burguesía intelectual y acomodada que se mueve en ambientes exquisitos. Sé que la Nueva York, o últimamente el Londres, que pinta es sólo una de las miles que existen. Sé que en sus películas todos son escritores, escultores o galeristas y que discuten de lo humano y lo divino en restaurantes y casas que casi nadie pisa. ¿Y? ¿Es que no hacemos todos lo mismo en nuestro ámbito? ¿Es que nosotros no nos pasamos la vida dando vueltas a los mismos temas y visitando los mismos lugares? Si el protagonista de una de sus películas fuera un granjero de Arkansas, ya no sería Woody Allen. Lo mismo que yo no sería yo sin mis circunstancias. Tengo la suerte de que Woody Allen sea una de las mías.
Hace un tiempo regalé a S. una colección de películas de Woody. El otro día, para mi alegría, me mandó un mensaje en el que me proponía ir hoy juntos al estreno. Respiré aliviado primero al comprobar que mi regalo no le había causado indigestión alguna y contesté que sí inmediatamente. También S. (otra S.) ha querido venir con nosotros. La segunda S. me tiene que aguantar más a menudo y yo no sabía si su afición al neoyorkino era un hábil método para tenerme contento. Las dos eses y yo hemos ido con tiempo al cine para poder escoger unas buenas butacas (detesto que los cines sigan vendiendo entradas sin numerar). Cuando las luces de la sala se han apagado, una preciosa canción ha comenzado a sonar, los créditos en blanco sobre un fondo negro han aparecido ante nuestros ojos y se ha hecho el silencio. Una voz en off nos ha sumergido una vez más en el ingenio y la inteligencia.
Al acabar la película, han encendido las luces inmediatamente (esto también lo detesto), con los créditos aún en la pantalla, el público ha ido abandonando sus localidades (eso lo detesto más si cabe) y al verles, me he dado cuenta de que la media de edad era superior a la mía (que no es poca). He mirado entonces a mi izquierda y a mi derecha y he visto a una S de dieciséis años y a otra de diecinueve. Las dos tenían caras de pena porque la película había terminado. Querían más.
Woody, puedes estar tranquilo. Queda gente en el mundo que se preocupa de extender la buena nueva. Una nueva generación de eses espera impaciente el rito anual de cada una de tus nuevas películas.
Conocerás al hombre de tus sueños era el título de la película de hoy. No tengo duda de que mejor que hablar de ella es verla. Por lo tanto, me callo.
Para S. y S. (en el orden que prefieran)
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