(III)
Quedan todavía almendras por el suelo. El sol redondo y amarillo está en lo alto. Es mediodía. He estado leyendo a F.A. Me quedo con una frase: muchos jóvenes precipitados confunden sus caprichos infantiles con una real necesidad de saber. Esos mueren como moscas. Sólo unos pocos son auténticos héroes del conocimiento, y sólo ellos pasan la prueba de la vida.
Ayer estuve en un pueblo cercano viendo una obra de teatro. Curioso el montaje sobre todo por la idea: nueve actores y nueve nacionalidades europeas. Todos se esforzaban por pronunciar bien el castellano. Su propósito era insuflar ánimos y hacernos creer que Europa todavía es posible.
Es agradable conocer gente entusiasta. El optimismo, como las paperas o la varicela, es una enfermedad que no se contagia si ya la has padecido. El recuerdo que me queda de ayer, el que se impone, es otro. Antes de la obra, me senté en el poyo de la entrada de una iglesia. La piedra caliente por el sol que ya se escondía. Eso sí que contagia vida.
Ya apenas quedan campos sin cosechar. Julio se va marchando sin hacer ruído. Los días se me escapan cada vez más rápido. Los pájaros cantan y se comen la fruta sin darse cuenta.
Los días no existen pero el tiempo permanece impasible con su mueca burlona. Tú me inventaste, tú me alimentaste. Ahora te devoro.
(IV)
Largo paseo por el campo. Esta vez tomé un camino que nunca había tomado. Camino de tierra en el que dejaba mis huellas a cada paso. El sol en la espalda y una mochila con agua, paraguayos y las ganas.
Encuentro en el campo un huerto cercado. Dentro de él un pequeño estanque donde nadan una pareja de patos y once polluelos. Cuando me acerco, escapan sigilosamente, salen disimulando del agua. La madre delante, los once detrás. Como en los cuentos. De los once diez eran de color pardo, uno sólo amarillo. Como en los cuentos.
Me quedé obsevando y pensé durante un tiempo en el tiempo. El tiempo que ellos no conocen. ¿Será cada momento nuevo para ellos? O es la repetición lo que les da la vida. Imposible pensar fuera del tiempo. Habrá que esperar a estar muertos para ver desde allá la realidad del tiempo presente.
Un gallo hercúleo y corajudo me saca de mi enmimismamiento. Aquí mando yo, dejó bien claro. Yo lo acepté y me fui. El camino se internaba en un pequeño bosque. Extraño en estas llanuras. Rodeado de árboles pensé que los prefiero aislados. No me gusta verlos juntos. Prefiero un árbol solitario que se yergue en lo alto de una colina. Árbol rodeado de campo. Árbol como destino. Árbol encaramado.
No saber donde acaba el camino me produce sensaciones encontradas. Descubrir y conocer, la parte buena. La ansiedad de saber dónde conduce el siguiente recodo, la mala.
Lo mismo sucece con la vida cotidiana. Nuestra casa, nuestra mesa, nuestra cama son un horizonte seguro. Actos que repetimos gustosos. Refugio. Soledad compartida o soledad buscada. Lo nuevo, lo desconocido es atractivo. Conocer, saber y descubrir nos empujan al otro lado de la esquina. A veces, mal que nos pese, provocan una terrible pereza. Cuando uno está bien busca permanecer en ese estado. Así se entiende al lagarto que pasa sus horas alimentándose de sol. No esta quieto. Está vivo y coleando. Lo nuevo se ve entonces como amenaza, como variación no deseada. Quietud y movimiento son dos formas de vida.
Llevo días sin escuchar música. Se me hace extraño. Siempre pensé que no podía vivir sin ella. Ahora mismo, no miento, escucho el canto de los pájaros y el sonido suave de las ramas agitadas por la brisa.
Me siento pato.
Estoy sentado. Me levanto. Recorro este trozo de jardín que me rodea. La hierba cruje bajo mis pies. Miro al sol y no puedo verlo. Me deja ciego.
Me siento el más vago de los lagartos.
Tengo que preparar la comida. Ensalada de tomate, lechuga y pepino. Me han regalado un calabacín gigante. Algo tendré que inventarme.


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