La venganza ocupa y preocupa. Casi siempre actúa de manera desmedida. Quien la practica cree dar sentido a sus expectativas. Cree, ingenuamente, que equilibrará con ella la balanza de los sufrimientos padecidos. Los sufridos y los otorgados. Cree, en fin, que con el desquite sanará sus heridas, que la justicia surgirá del barro y aplacará la sed que le corroe.
La venganza es un apetito exclusivamente humano. Las ansias de venganza, entre otras cosas, definen nuestra especie. Para dominarla, sólo sirven, por tanto, remedios propiamente humanos. La razón se convierte en el principal instrumento.
Como contraposición a la venganza, algunos recomiendan el olvido. Otros, más comprometidos, sacan el perdón de la chistera. El olvido es involuntario, pues la voluntad de olvidar de nada sirve. El perdón sin olvido se nos escapa de las manos. No sé, después de todo, si casa bien con la condición humana. La razón, por tanto, desprovista de actos voluntarios y sentimientos devastadores, nos ha de guiar en la lucha contra la violencia que implica la venganza.
La razón mayor para desterrar la venganza es egoísta. No se trata tanto de dilucidar si es éticamente reprobable o no, sino, más bien, de considerar si nos conviene.
La venganza consume y obsesiona, y es, por ello, absolutamente inconveniente. Así de simple. Disfrazarla después con el perdón o vestirla de suave olvido no deja de ser una metáfora. Una simple figura literaria.
La venganza se autoimpone. Es una pasión incontrolable. Al cumplirla, pensamos que nos traerá el alivio anhelado. La venganza se alimenta de literatura, la ficción hace de ella un plato de buen gusto. La realidad, por contra, se empeña en ser totalmente frustrante.
La metódica planificación para llevarla a cabo nos hace olvidar, como en un paréntesis, el daño sufrido. Creemos compensar con nuestra maníaca obsesión el dolor y trocarlo por alivio.
Una vez cumplida la venganza, como un fuego artificial se desvanece, y con él el alivio soñado. En el fondo, dentro de nosotros, el agujero negro del dolor soportado no se cierra, sino que sigue supurando desdicha y desconsuelo. El desquite no es más que una entelequia.
Tal vez, tras el honor, tantos siglos sublimado, la venganza se nos muestra como una seña de identidad inquebrantable. Concepto exaltado. Concepto literario y cinematográfico. Fácil de aceptar, pues es primario y arrebatado. Fácil de compartir, pues promete reparación. Es, por contra, difícilmente conjugable con la justicia y, lo que es peor, con nuestra conciencia.
La venganza, definitivamente, no nos conviene. Está, arrebatadamente, en las antípodas de toda ética.
Lo que la razón no consigue, lo logra el olvido. El olvido, siempre sabio, llega finalmente a nuestro rescate. De otro modo, la vida sería irrespirable. El olvido, en último término, ya nos lo dijo Borges, es la única venganza y el único perdón.
Deja un comentario