Somos débiles. Sabemos que no debemos hacerlo, pero lo hacemos. En momentos difíciles, en esos en los que creemos que no queda ya nada más que esperar, nos agarramos a ella, la tentadora y seductora ilusión de poner todo en manos de lo posible. Deseamos que lo posible se haga real. Esperamos. Ya no hay nada más que perder, excepto la esperanza. Dios proveerá. Dios o el diablo, el caso es que, poniendo cara de corderos, conseguimos convertir en hechos nuestros anhelos.
¿Qué fundamento tiene la esperanza? ¿Qué hay más irracional que ella? Con la sensatez de una mente despierta, la respuesta es clara: ninguno y nada. Aun y todo, es el clavo ardiendo al que creyentes, agnósticos y ateos se agarran, la tentación en la que todos caemos en situaciones donde, por debilidad, ignorancia, cansancio o pereza, ya no hacemos nada.
Si realmente todo está hecho, de nada sirve cruzar los dedos, mirar al cielo que nunca miramos o soñar despiertos con que algo suceda. En tales casos, si el deber ya se ha cumplido, deberíamos pasar página y que pase lo que tenga que pasar. A cada causa su efecto. Si, por el contrario, no hemos hecho todo lo que podíamos, si el remordimiento nos acucia porque somos conscientes de que aún es tiempo de actuar, actuemos y no dejemos nuestro futuro en manos de esa diosa hecha de nada que sólo gobierna a resignados.
Tener esperanza consiste, en el fondo, en exigir que otro nos dé lo que deseamos. No importa si lo merecemos o no. El deseo es más fuerte que eso. Decidir si algo es merecido es difícilmente objetivable. Lo sea o no lo sea, cerramos los ojos y repetimos sin cesar: que suceda, que suceda. Mientras tanto, esperamos.
Los cristianos confían en que su dios les dé lo prometido. Esa esperanza es peligrosa, pues la vida acaba convirtiéndose en espera. Hay una recompensa que se transforma en el pago de una deuda. La promesa transformada en deuda. La vida entonces solo tiene sentido si la deuda la cobramos. No hay que hacer nada más que esperar. A esa espera se le llama fe y así, revestida de virtud teologal, tiene más empaque.
Confundir el deseo con la esperanza es el mayor de los errores. El deseo es motor, la esperanza es freno. El deseo es vida, la esperanza es sueño. El deseo es querer, la esperanza es espera. El deseo es movimiento, la esperanza nos detiene. Actuamos porque deseamos. La esperanza convierte el deseo en quietud y silencio. Nada hay más contrario a él. La esperanza lo anula, lo asesina sin piedad y poco a poco nos gobierna la abulia.
El deseo es peligroso, pero solo hay valientes cuando hay peligro. La esperanza lleva tanta espera dentro que nos hace transparentes, iguales, demasiado iguales.
Perded la esperanza, es el mejor consejo que puedo daros. Ya no hay esperanza. Esta es la mejor noticia. Con su marcha se habrán acabado la espera, las promesas y las deudas. Sin ella, no tendremos más remedio que erguirnos y mirar hacia el horizonte, como hizo el débil mono que fue expulsado de la selva. Con él empezó todo.
No la fastidiemos.
Deja un comentario