Cada vez que pongo los dedos sobre las teclas me detengo. No sé lo que me pasa últimamente. Me quedo muchas veces enmimismado. No produzco. Las palabras se quedan atascadas en los huesos de los dedos. Hablo conmigo, hablo para adentro. Estoy espeso. Soy opaco. Nada fluye. Pero no estoy en silencio.
Cada día se hace de noche más temprano. Por las mañanas, cuando salgo de casa hacia el trabajo, todo está aún oscuro. Me cuesta dar los primeros pasos. Camino mirando siempre al suelo. El mundo no me interesa y avanzo deprisa escuchando sólo el sonido de mis pasos. Sé que el mar está a mi lado. Oscuro también, e inmenso.
Cada noche me agarro a la esperanza de mi casa. Luz eléctrica, música en vez de aire y libros prometiéndolo todo. Palabras que yo no digo, palabras que yo no escribo me hablan desde sus páginas blancas. Vidas de otros que hacen que deje de ser el centro. Historias y pensamientos que me sacan del torbellino en que mi cerebro se está convirtiendo. Ruido en vez de otro ruido.
Cada vez que cierro los ojos, la cabeza sobre la almohada, me da miedo quedarme ahí, quieto. Me muevo en un intento vano de espantar la falta de movimiento. Repaso entonces con obsesivo detalle todo lo dicho, lo visto y lo oído. Me clavo al tiempo, recorro la memoria con detenimiento y poco a poco caigo en el sueño de los recuerdos.
Cada sueño me lleva por caminos, noches, días y rostros conocidos y desconocidos al mimo tiempo. Cada imagen, cada paisaje, cada ciudad, cada casa la he recorrido cientos de veces y son, sin embargo, extrañamente nuevas. Todo lo he visto y nada he conocido. Sé que estoy viviendo pero cuando despierto, por un momento, me siento atrapado en un espacio fuera del tiempo.
Cada tarde como esta, perdida en medio de octubre, entrada ya en el otoño. Lejos del sol y lejos también de las luces blancas y negras del invierno. Cada tarde como esta, sentado como siempre a mi mesa blanca, escuchando como siempre la música que me alimenta pongo los dedos sobre las teclas y los veo detenerse. No quieren decir nada.
Cada palabra que queda escrita, abandonada a su suerte según es dicha, vuela, escapa de mi lado y se agarra con fuerza al papel blanco. Me detengo, las miro y me asombro al ver que mis dedos siguen estando quietos.