La carpeta azul

Yo escribía diarios. Yo escribía diarios cuando era adolescente. Cuando era adolescente y medio idiota como casi todos los adolescentes. Yo tiré mis diarios a la basura en un arrebato de pudor y cierta vergüenza hace ya muchos años. Han pasado décadas desde entonces.

Yo escribía poemas cuando era adolescente. Yo me creía poeta cuando pensaba que era artista sin ser adolescente. Yo tiré mis poemas a la basura cuando decidí que si no era Rimbaud prefería no ser artista ni poeta. Tiré todo lo escrito y seguí siendo un inadaptado adolescente. Como casi todos los adolescentes.

Yo escribía obras de teatro cuando era adolescente. Escondido en la oscuridad de la noche, robaba horas al sueño y poseído de un frenesí enfermizo llenaba de palabras hojas hasta entonces en blanco. Pensé en cambiar el mundo, estaba convencido de ello. Como casi todos los adolescentes. Pasado el furor del acto creativo, releía lo escrito y rompía los papeles en mil pedazos. Después de haber sufrido tanto pariendo las palabras, después de no sentir miedo a nada, me acobardaba. Como casi todos los adolescentes.

Yo escribía cuando era adolescente. Creé un mundo nocturno y escondido que nadie conocía. Almacenaba cuadernos. Diarios, poemas, pensamientos. Con seudónimo participaba en concursos literarios sin decírselo a nadie. Con seudónimo enviaba mis textos a un programa de radio. Cuando luego los oía, recitados por una voz que no era la mía, no sé bien lo que sentía. Miedo, orgullo, vergüenza, emoción, dentera. Todo cabía en el alma del adolescente que quería ser artista y no se atrevía a decirlo en voz alta.

Yo quería ser algo sin saber muy bien lo que quería. Como casi todos los adolescentes.

El otro día, escondida en el último rincón del último cajón del último cuarto de mi casa, encontré una carpeta azul de cartón. Estaba cubierta de polvo. No fui consciente de lo que tenía entre mis manos hasta que retiré las gomas rojas de las esquinas y vi que dentro sobrevivían poemas, textos y ocho cuadernos que nadie había visto hace cuarenta años. ¿Cómo sobrevivió esa carpeta a las iras de un Rimbaud frustrado, ¿cómo seguía allí después de varias mudanzas?, ¿cómo se libraron de las llamas a las que todas las demás carpetas fueron condenadas por un Dostoievski decepcionado? Son preguntas para las que no tengo respuesta. El hecho es que limpié el polvo, retire las gomas, abrí la carpeta, ordené los cuadernos numerados del uno al ocho. Dudé y para vencer la tentación caí en ella. Esos ocho cuadernos milagrosamente supervivientes narran casi dos años de mi vida adolescente. La narran enfermizamente al detalle. Abrí la primera hoja del primer cuaderno y no paré hasta apurar la última palabra del octavo.

Han pasado ya unos días de esta lectura inquietante. Se mezclan sensaciones. La más extraña de todas ha sido revivir cosas de las que yo no me acordaba. Volvían a nacer al ser leídas. Recuerdos que sí creía tener han sido cambiados por la realidad dormida hace cuarenta años. He vuelto a recorrer las calles de entonces, a hablar con mis amigos de entonces, he revivido con tanto detalle lo que viví entonces que ya no sé bien lo que es realidad, recuerdo o memoria. Esa sensación poderosa se ha impuesto a la dura verdad de verme tal y como era, al sonrojo que he sentido ante tanto sentimiento perdido, a la extraña sensación de que un mundo olvidado o deformado reaparece con todo detalle. No sólo había olvidado horas y días, había olvidado sentimientos, amigos, amores, deseos, anhelos de futuro, determinaciones. Había borrado de mi cabeza cobardías y amedrantamientos. Ingenuidades sonrojantes que me hacían entonces adaptar el mundo a lo que convenía a mis miedos y debilidades.

Han pasado ya unos días y se me hace extraño ahora poder recordar con todo detalle lo que viví entonces. Las personas con las que trataba entonces, algunas que no he  visto en años han vuelto a aparecer en mi vida y he recuperado el afecto que entonces sentía por ellas. Las palabras escritas por el artista que no quería ser adolescente han tenido la fuerza de un reencuentro, han roto el olvido, han reformado recuerdos, han aclarado dudas y han hecho despertar todo lo que yo creía olvidado y sólo estaba dormido.

Ha sido tan fuerte para mí la experiencia, he descubierto que me he leído a mí mismo con la misma pasión con que entonces escribía. Más allá del bien y del mal, más allá de sonrojos y vergüenzas, ha quedado ante mí la vida tal y como era, tal y como yo la viví. He sentido lo que sentía y he vuelto a soñar lo que soñaba.

Cuánto lamento ahora haber quemado mi vida en las llamas. Qué duro fue que tras el octavo cuaderno no hubiera un noveno. A partir de allí ya sólo me quedan recuerdos.

Vivo en el tiempo, no tengo otro remedio, él me contiene. Contiene también a mi realidad y mis recuerdos. Ha sido un shock intercalar un trozo de realidad entre tanto recuerdo. Ha sido inquietante viajar en el tiempo. Ha sido un placer después de tantos años querer al adolescente que nunca quise ser y fui. Como casi todos los adolescentes. Otros para su suerte o desgracia lo continúan siendo durante toda su vida.

En la carpeta azul, además de los ocho cuadernos, hay más cosas. Creo que textos y poemas. Aún no los he abierto. No sé si atreverme. Me da miedo que Rimbaud y Dostoievski se fueran de allí hace cuarenta años y ahora sólo quede el retrato de un idiota adolescente.

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