Cambiar las ventanas de la casa ha sido solo el comienzo, solo la causa. Nunca existen hechos aislados. Una cosa lleva a la otra. De algo tan nimio, tan práctico como la sustitución de unas ventanas viejas por otras nuevas surgen consecuencias inesperadas. Causa y efecto.
El cambio de ventanas ha provocado que la pintura en torno a ellas se haya estropeado. Pintar solo una parte de cada habitación ha hecho que el resto reclame ser también pintado. Pintar las habitaciones ha supuesto el movimiento de mesas, estanterías, armarios y sillones. Mover todos los muebles, todos los libros y todas las cosas ha provocado en mí el irrefrenable impulso de tirar, de eliminar, de buscar espacios donde antes no los había. Me he visto con las ventanas nuevas, con las paredes pintadas pero con todas las cosas que poblaban todos los rincones de la casa esparcidos ante mí. He abierto cajones, he vaciado armarios y, en el summum de la locura, he desalojado las estanterías de los libros que allí vivían plácidamente. He tenido la obligación de tomar tremendas decisiones. A qué libros, discos, papeles, tarros, cajas, dibujos, fotografías, lápices, vasos, platos, muñecas rusas, cuadros, revistas, figuras de barro y una inagotable variedad de objetos que yo sabía y no sabía que allí estaban, perdonar la vida o condenar a una muerte segura: la basura o el regalo, pero finalmente el olvido.
Llevo días en semejante desvarío, en la lucha entre mantener el viejo estado de las cosas, donde ellas gobernaban, cada una en su territorio o en imponer un nuevo orden, un imperio en el que mi voluntad decide quien vive y quien muere e incluso si vive, dónde vive. Llevo días devanándome los sesos tratando de decidir si permanezco en la nostalgia que vive escondida en los objetos, si caigo en la tentación de los recuerdos que todo lo habitan o más bien aprovecho el impulso del orden nuevo y hago tabula rasa.
Tanta palabra, tanto crimen, tanto castigo para comprobar que el verdadero problema es que las casas son siempre demasiado pequeñas.Uno no puede ser despiadado demasiado tiempo. Si no aprovechamos el impulso estamos perdidos. La primeras bolsas, las primeras cajas de cartón se llenan enseguida. Para que la duda no se imponga se lleva rápido todo a la basura, se tira, no se mira, se olvida. Algo queda dentro, sin embargo, algo que por la noche nos hace lamentar lo que ya no tiene remedio. El daño ya está hecho. Ya no somos fuertes y a partir de ese momento, cada decisión es más difícil. Los libros nos hablan, las fotografías nos miran desde un pasado remoto, los objetos viejos y hasta rotos nos llevan a otro tiempo y si caemos en la tentación de mirarlos, escucharlos o sopesarlos, estamos perdidos. Ya nada vuelve a ser como antes. la voluntad nos abandona, no importa lo que yo quiera, ahora se impone el consentimiento entre las partes. ¿Cómo va a consentir un viejo juguete, una fotografía perdida en un cajón, un libro que ha estado con nosotros toda la vida, una silla que cojea, un aparato de radio que no funciona, un cuento que leímos tantas veces, cómo va a aceptar el destierro, el olvido y la muerte?
La voluntad se paraliza, llegan los lamentos y hasta el arrepentimiento. El ayer trata de imponerse. La casa siempre está habitada por el pasado. El futuro es una casa nueva pero no la casa de siempre.
La declaración de voluntad tiene por objetivo confirmar el deseo de realizar una acción. Yo creía tenerlo claro. Un ataque recurrente de vaciar, tirar, limpiar, ordenar, de volver a empezar impulsaban mis actos. La voluntad tiene doble cara, una cosa es lo que decimos, lo que declaramos y otra la voluntad real que permanece firme detrás de nuestras palabras y declaraciones. ¿Qué hacer en caso de duda? ¿Cuál es nuestra verdadera intención? Es ella la que importa. La intención está por encima de las consecuencias. De ellas somos únicos responsables pero la intención define el sentido de nuestros actos.
Soy el único responsable del destino de los objetos de los que me he deshecho. Pagaré por las consecuencias de mis actos. El arrepentimiento es solo una parte de ellas. Mientras tanto vivo en un mar de dudas, en una casa recién pintada y con las ventanas nuevas. Las paredes, los armarios y los cajones vacíos me recuerdan el mundo ordenado en que vivía. El suelo, las butacas, mesas y sillones llenos ahora de objetos, que todos así juntos nada significan, me hacen pensar en la causa que provocó todo esto.
Hace tiempo que perdí la voluntad de tomar una decisión sobre todos ellos. El orden, la limpieza, el vacío con los que soñaba se han trasformado en un permanente caos que todo lo envuelve.
La culpa sin duda la tuve yo. Ni por un momento se me ocurrió pedir el consentimiento a los objetos.
Sin consentimiento, se sabe, no hay contrato, sin contrato no existe acuerdo, no importa cuales fueran la causa, la voluntad y el objeto que nos empujaron a actuar.
¿Qué hago de mi vida ahora? La mitad de mis cosas en la basura, la otra mitad por los suelos y yo en medio mirando las paredes y estantes vacíos.
¿Y si al final resulta que no hay culpa ni arrepentimiento? ¿Y si al final no hay ni causa, ni objeto, ni voluntad ni consentimiento? ¿Y si al final todo consiste en que el problema no es el tiempo sino el espacio?
¿Y si el minimalismo, el vacío, el orden y la la eliminación de todo deseo no es más que falta de espacio?
Tanto hablar, vivir y pensar en horas, minutos y segundos cuando lo que no tenemos son metros, centímetros y milímetros.