La ceremonia perpetua

La obsesión de dar a conocer todo lo que hacemos ha sido tan asimilada que ya no se considera una obsesión. Cualquier cosa que hagamos se convierte en ceremonia. Tenemos que anunciarla y compartirla con los demás. Sin ellos, sin los otros, no existimos y nada de lo que hagamos, sintamos o pensemos tiene sentido si no hay alguien que sea testigo, aunque sea mudo, de aquello que necesitamos compartir. No existen actos privados, pierden sentido y se consideran inexistentes si no hay un aspecto público que lo acompañe. Vivimos en un ceremonia constante. Todo lo que hacemos pasa a ser un acto público que con el paso del tiempo se va fijando con una serie de reglas que tienen que ser compartidas para que lo que vivimos se convierta en real a través de esa ceremonia que lo valida, que le da el marchamo necesario para alcanzar la categoría de vida.

Vivimos por que los demás son testigos de lo que hacemos. Actuamos para ser contemplados. Necesitamos al otro no para compartir sino para que de sentido a nuestra existencia. Ya no somos yo ni nosotros. Ellos son los que importan, los que validan, los que con su aceptación de nuestros actos les dotan de sentido.

El problema de fondo es que no quiero compartir una opinión, no quiero mostrar mi trabajo para debatir sobre él o para tratar de influir con mis ideas, pensamientos o con mis obras en la transformación del mundo. Sólo busco gustar, solo quiero reconocimiento y aceptación. Convencer, informar, debatir, opinar o compartir ya no forman parte de la ecuación que nos hace necesitar del otro.

Somos seres sociales que debemos aprender a vivir con otras personas, que las necesitamos para poder ser iguales o diferentes, para sentir o no afinidades. Lo que pasa a los demás nos transforma, nuestras emociones cambian según sea lo que nos suceda a nosotros y lo que les suceda a ellos. La constancia de la existencia de otros nos hace ser más conscientes de nuestra existencia como individuos. Yo, nosotros y ellos son todos importantes. Yo existo porque existen ellos y nosotros compartimos ideas, opiniones, proyectos e ideales.

La comunicación es inevitable, de la misma manera que las palabras lo son para expresar lo que pensamos o sentimos. Asentir, disentir, discutir, compartir son todos parte del proceso de formación del grupo y del individuo. Es inevitable expresar lo que uno piensa. Por eso la libertad se nos hace causa necesaria. Sin ella no hay expresión y sin expresión acabaría por no haber idea alguna.

A día de hoy solo importa la apariencia. Da lo mismo que lo que diga no lo haya pensado yo previamente. Es igual si la imagen que ofrezco de mi nada tiene que ver con la real, con la que yo veo en el espejo. Es más importante cómo lo digo que lo que digo, la mesa con la comida que la comida, el objetivo de la cámara que el ojo que mira, el filtro que le añado a la fotografía que el paisaje que me rodea, la música que comparto que la que la que realmente me gusta.

Lo íntimo, lo privado está en riesgo de desaparición. Las ceremonias que van regulando todo lo que hacemos nos hacen olvidar que detrás de cada imagen compartida, de cada palabra dicha estoy tan solo yo. Nos da pánico estar solos porque no tenemos nada que decirnos, no tenemos nada que mostrarnos. Huimos de nosotros escondiéndonos en la aceptación de los otros aunque para ser aceptados tengamos que mostrar mentiras obsesivamente.

Ya no vivimos con los demás sino pendientes de los demás. Ellos son nuestro refugio, el escondite donde nos sentimos seguros. Estar solo, pensar solo, escribir solo, ver solo, escuchar solo, sentir solo se ha convertido en cosa de raros y de locos como antes se decía de los que hablaban solos.

Los padres no sacan fotografías de sus hijos sino que comparten las fotografías, los niños y niñas no saben estar solos, las personas tienen una cámara en vez de ojo y antes de andar muestran el camino que van recorrer, antes de comer la comida que van a comer, antes de besar la boca que van a besar. Al final del día no importa el camino, la comida, la fotografía ni el beso. Lo que importa es la cantidad de veces que cada una de esas imágenes ha sido compartida. La felicidad no la da el hijo, el paseo, la comida ni el afecto. Lo que nos llena es tener seguidores, aplaudidores, testigos, seres que como nosotros llenan sus vidas con las de otros.

Las ceremonias crean las tradiciones y las tradiciones son tremendamente peligrosas. El que intenta cambiarlas es siempre el enemigo. La ceremonia que acompaña hoy día a cada uno de nuestros actos, la ceremonia que convierte lo privado en público, que pone normas a todo lo que hacemos nos acabará esclavizando y como ya está pasando será más importante que el acto mismo.

El acuerdo y el consenso son necesarios para la convivencia. La ceremonias acaban siempre rindiendo tributo a algo que dejamos de cuestionarnos. Vivimos ya en el peligro de valorar más lo que los otros piensan de nosotros que lo que nosotros pensamos. Necesitamos más su dedo levantado que el ser consecuentes con lo que pensamos. Vivimos en la ceremonia perpetua de la aceptación idiota del otro.

(Yo) pienso luego existo ya no vale en absoluto. Gusto (a otros) luego existo es lo verdaderamente importante. Da igual si lo que gusta soy yo o una absoluta mentira.

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