Treinta de junio y llueve. Treinta de junio y parece un día de otoño. A través de la ventana solo gris. Me siento dándole la espalda y enciendo la luz amarilla que cae sobre mi mesa. Un viejo ordenador, un calendario, mi agenda negra, lápices, bolígrafos y montañas de papeles. Todo lo hecho y todo lo que queda por hacer. Un año más, una vez más, un día más he esperado a estar solo para dejar que las palabras escapen de las yemas de los dedos. El edificio vacío. Lo acabo de recorrer y ya solo quedan sombras de los que se han ido para no volver hasta septiembre, ecos de las últimas palabras dichas antes de la despedida. Mesas vacías, aulas vacías, pasillos vacíos todo guardado en baldas y cajones. Todo dormido, todo en silencio. He venido a mi despacho, me he sentado a mi mesa, he puesto música que poco a poco va ocultando el sonido de las teclas.
Gris, soledad, silencio, vacío. Extraña definición de un último día de junio. Todos los años caigo en esta extraña mezcla de melancolía y expectativas, de recuerdos y olvido. Todos los años el mismo propósito de no hablar de nada concreto, de dejar que las palabras vuelen, de que la sensación de fin y principio se mezclen en esta última tarde de curso, en estas últimas horas que no son todavía verano, que son simplemente todavía.
Los años para mi empiezan en septiembre y terminan en junio. Ha sido así desde que era niño y a estas alturas me temo que siempre seguirá siendo así. Junio viernes, julio sábado, agosto domingo y septiembre lunes de nuevo. Tengo aún cosas por hacer pero ahora las haré cuando quiera y donde quiera. Me gusta pensar que puedo manejar el espacio y el tiempo. Mi próximo despacho ya no estará encerrado en estas cuatros paredes. Trabajaré sí pero sentado a la mesa larga de madera que me espera junto a los olivos, los granados, la higuera, mi almendro, mi albaricoque y mi pequeño cerezo. Trabajaré sí pero después de haber dado un largo paseo por los caminos de tierra entre el azul y el amarillo. Trabajaré sí pero en un mundo detenido que me cabe entre las manos. Trabajaré sí pero dentro de una rutina que yo creo, no creado yo por ella.
Las alumnas y alumnos su fueron hace solo unos días. Este año yo he dado clase a unas sesenta personas, tres grupos con los que compartido en general buenos momentos. Algunas seguirán el curso que viene, otras ya han terminado y se enfrentan ahora a la difícil tarea de tomar decisiones. Esa ha sido mi principal labor: convencerles de que hagan lo que hagan ellos y ellas sean consecuencia de sus propias decisiones. No importa tanto de lo que les he hablado sino lo que me han preguntado. No importa tanto lo que les he contestado sino las dudas que les he creado. La duda siempre es motor aunque nos retenga tanto tiempo en la ignorancia. Sin duda no hay decisión y sin decisión no somos nada.
Ya me he ido por las ramas. Estaba dejando escapar palabras que no hablaran más que de lo que me rodea o de lo que me espera. Un rotulador rojo, una barra de pegamento adhesiva y sin disolventes, una agenda llena de miles de palabras, de planes, de propuestas y recordatorios. Miles de palabras que voy tachando con una raya por encima cada vez que doy algo por terminado, miles de palabras que una vez escritas dejan mi mente tranquila porque sé que ahí esperarán para verse cumplidas el día que les llegue la hora. Mi agenda es como un libro que escribo todos los días. Me gusta mirar lo que hice en octubre o en febrero, me gusta que quede ahí marcado y tachado. No sé con qué llenaré las paginas en blanco que tengo por delante. Sé que las tacharé. Me gusta tachar palabras pero odio tachar los días.
Es el momento de ordenar papeles, de guardar en cajones aquello que puede ser guardado, de decidir qué se viene conmigo y qué se queda encerrado en este despacho. Es el momento de dejar a oscuras estos veinticuatro metros cuadrados. De cerrar la puerta con llave y marcharme, de dejar en silencio mi mesa de trabajo, la mesa de reuniones, el archivador, el armario, las estanterías, el ordenador, la impresora y el teléfono.
Estoy en el mismo sitio que ayer pero es tan distinto cómo lo veo ahora. Este último día de junio siempre me obliga a mirar hacia atrás antes de hacerlo hacia delante. Esta tarde solitaria en un edificio vacío me llena con su silencio. Es un ejercicio que necesito para ser consciente del principio y fin de las cosas. Me detengo, miro atrás y sigo adelante.
Los tiempos están cambiando me dice esa voz que siempre me acompaña. Sé que probablemente no es cierto pero necesito creerlo. Aunque se trate de un eterno retorno me aferro a la esperanza de un cambio eterno que me mantiene en equilibrio entre rutina y movimiento. Me gusta la rutina, no soporto sin embargo la inmovilidad. Qué difícil es estar quieto pero no detenido.
Los tiempos están cambiando, puedes cambiar los tiempos.
Es momento de guardar todo en mi mochila, de apagar la luz de la mesa, de levantarme, de avanzar hacia la puerta, de cerrarla, de perderme entre la gente que pasa ante mí sin verme. Es momento de caminar por las calles mojadas en este extraño día de junio que empezó esta mañana con tanto ruido y acaba con tanto silencio.
tu viejo ordenador tendrá 6 años o quizás 10.
Antes eso era actualidad.
La magia del 30 de junio está ahí. Muchos la conocemos muy bien.
Termina algo que hemos contribuido a hacer y que años más tarde veremos que sí, que valió la pena.
El verano te espera centrifugando tu música y tu cabeza.
El 30 de junio es un rito de paso. Para mí al menos lo es. No importa que queden tareas pendientes o no. Es una frontera. Y sí, termina una labor. Seguro que da buenos frutos.
Ahora verano…