Anoche fui al cine. La directora, al final de la proyección, explicó que llevaba diez años trabajando en ese proyecto y que por fin había podido verlo realizado. Parecía feliz y casi con pena de que todo aquello hubiera terminado.
La película me gustó, pero creo que no va a durar mucho tiempo en mi cabeza. Qué sensación la suya, la de haber dedicado tantos años de su vida a algo que la llenaba, que la apasionaba y que quería transmitir a toda costa. Ahora, que ya nos la ha regalado, no sabe, no sospecha que en la mayoría de los que la hemos compartido no quedará más que una mínima huella, sobre todo por haberla escuchado a ella hablar de su obra, no por la obra misma.
Qué difícil decirle: «me ha gustado, pero ya la he olvidado». Tus diez años son unas horas en mi vida y lo que recordaré serán tus palabras apasionadas sobre tu criatura y no la criatura misma.
La mayoría de nuestros empeños son vitales solo para nosotros. Los demás no los aprecian como tales. La experiencia individual concede categoría de esencial a lo experimentado. Lo que transmitimos muy pocas veces es esencial para los otros. Nos cuesta demasiado que experimenten nuestra experiencia.
Puede no importarnos. Nuestra vida es nuestra y nadie más puede vivirla, pero cuando creamos algo, cuando necesitamos al otro para que lo hecho tenga sentido, es muy decepcionante que no nos entiendan, que no compartan la emoción que a nosotros nos ha embargado.
Ayer, cientos de personas vimos la película. En el coloquio posterior con la directora, solo una persona de entre esos cientos le hizo una pregunta. Una sola. El resto lo tuvo que decir ella. Creo que los aplausos tras la proyección quedaron silenciados por el silencio de los espectadores. Ella estaba allí para contar diez años de su vida, diez años tratando de poner en imágenes y palabras todo su mundo, todo lo que ella pensaba. Pues bien, ante su entusiasmo solo encontró aplausos educados y silencio.
Cuando la experiencia de otro, cuando sus palabras, su historia, su recuerdo, cuando la obra que nos deja nos conmueve hasta el punto de formar parte ya de nosotros mismos, entonces se produce el milagro. Este milagro es un recuerdo que ya es imborrable, es huella indeleble que nos marca y sucede muy pocas veces, como muy pocas veces suceden los milagros.
Nuestra vida la hacemos cada uno de nosotros, pero de vez en cuando alguien o algo aparece en el camino para quedarse. No solo nos acompaña sino que nos transforma. Somos diferentes de lo que éramos a partir de ese momento. No me refiero a los cambios que puede producir simplemente, y por ejemplo, el paso del tiempo. Me refiero más bien a todos los hitos que marcan cambios en nosotros y que nos modifican. Los hitos se convierten en parte de nosotros y son siempre esenciales en nuestra memoria y en nuestro presente. Cuando esto nos sucede con personas, necesitamos a los sentimientos para explicarlos. Cuando, por el contrario, la obra de otro nos impresiona, no la queremos o la odiamos, simplemente se queda o la olvidamos. Cuando permanece, se hace un hueco en el cerebro o en el alma, me da lo mismo. Pero si ha venido para quedarse, se diluye dentro de nosotros y ya es inseparable.
Somos experiencia propia y a veces ajena. Somos experiencia y milagro. La primera creemos entenderla, el segundo solo se acepta y se siente.
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