Hablar se me da bien y, sin embargo, me gusta mucho estar solo. Cierto es que, cuando estoy solo, también hablo y también me replico. También escribo bien. Mal está que yo lo diga, pero la sinceridad con uno mismo, más que esencial, es inevitable. Me considero inteligente. No he dicho genio, he dicho inteligente. Tampoco he dicho interesante.
Lo que mejor hago es escuchar música; ahí, más que bueno, podría decir que soy óptimo. El problema es que nadie me paga por hacerlo. Ni yo mismo soy capaz de rebatir mis criterios y mis gustos. Escuchar a gente también se me da bien, pero no lo disfruto tanto, o al menos no siempre.
Hablar de mí mismo me gusta, pero sólo lo hablo conmigo. Para los demás prefiero ser un misterio inabarcable. Hablo de mí conmigo, no para entenderme, sino para explicarme; parece lo mismo, pero no es igual. Soy, no cabe duda, mi principal asunto, no mi mayor preocupación.
Leer también podría ser mi actividad preferida, pero aunque me gusta más la imagen de poeta maldito -demasiado Rimbaud, demasiado Baudelaire-, y el spleen es uno de mis estados de ánimo favoritos, tengo que reconocer que la música me atraviesa aún más que las palabras.
Escribir es un deseo permanente, más veces pospuesto de lo que yo quisiera, pero permanente. No me gusta lo efímero. Imagino que eso es lo importante. Escribir es hablar para otros, pero después de haberlo hecho con uno mismo y, además, se puede hacer con música de fondo.
Ir al cine sigue siendo un hábito del que no puedo desprenderme. El rito de sentarte, esperar a que las luces se apaguen y perderme en otras voces y en otros ámbitos es como dejar de ser tú para ser otros. Con las palabras también se puede conseguir, pero las imágenes te engullen literalmente.
Libros, palabras, sonidos e imágenes que van llenando mis horas y mis días de sentido. Lo mismo que algunas personas los llenan de afecto.
Libros, escritos, canciones y películas que van conformando lo que somos, como el tiempo conforma lo que fuimos.
Solo una actividad me saca de la quietud de las palabras y de contemplar imágenes. Me gusta estar quieto, pero me aterra la inmovilidad. Para evitarla, me muevo y camino también constantemente, rápido, sin poder evitarlo y durante largo tiempo. Me detengo, eso sí, de vez en cuando, para fotografiar algo que mis ojos han visto, algo que me ha sacado de la ceguera del movimiento. También esas imágenes robadas me fascinan. Es como detener el tiempo y cazar lo que parecía inasible. Las puedo, además, guardar conmigo y verlas muchas veces, y, ¿por qué no?, de manera diferente.
Hablar, escuchar, escribir, ver, contemplar. Conversaciones, música, lectura, caminar. Palabras, escritos, libros, notas, canciones, imágenes, películas y fotografías. Quietud y movimiento.
Por mucho que me ocupe de mi corazón y de mis asuntos, por mucho que me rodee de palabras e imágenes, por mucho que yo sea el centro de mi mundo, ahí están la música que me mata, las palabras que me explican y las imágenes que me rodean.
Mi mundo soy yo, pero ahí estáis todos vosotros.
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