Yo recuerdo muy pocas cosas de mi abuelo. Era de Madrid. Trabajó toda su vida como camarero. Cuando yo era pequeño, ya estaba retirado y tenía una sola afición: leer. No sé si lo recuerdo o me lo han contado, pero una imagen permanece grabada en mi mente: es la de mi abuelo con un libro bajo el brazo. La caligrafía de mi abuelo era asombrosa. Yo le espiaba mientras, sentado a su mesa camilla, iba completando con paciencia infinita, el catálogo de su biblioteca. Cuántas horas he pasado yo después leyendo su catálogo. En él explicaba con pelos y señales vida y obras de todos los autores que leía. También, si la encontraba, colocaba, pegada con mimo, una fotografía o una imagen de cada escritor. De esa manera fui descubriendo yo, poco a poco, primero a los autores y después los libros. Mi primer gran libro fue el catálogo manuscrito de la biblioteca de mi abuelo. Más tarde descubrí los lomos de los libros que forraban las paredes de una habitación de la casa. Yo no leía todavía, veía los libros ordenados y me fijaba en los colores, en las telas, en la piel y en los títulos. Me subía de pie al sofá para poder llegar a las estanterías más altas. Mi abuelo ya no vivía. Uno de los recuerdos más vivos de mi infancia es aquella biblioteca.
Me aprendí muchos títulos de memoria, conocía el nombre de muchos autores aunque nunca había leído sus libros. Aún recuerdo como estaban clasificados: historia, humor, viajes, aventuras, novela, teatro y ocultos, al fondo de una balda, los misteriosos y todavía inalcanzables libros para adultos con sus turbadores títulos.
No sé cuánto tiempo pasé así, limitándome a títulos y colores. Pero un día di el siguiente paso: cogí los libros con mis manos. Paseaba la vista un rato y seleccionaba al azar algún volumen que hubiera despertado mi atención. Mis primeros libros fueron leídos a trocitos, un poco de aquí, otro poco de allá; mezclando misteriosamente libros que nada tenían que ver entre si. Aquellas elecciones y lecturas carecían de prejuicios y así pasaron por mis manos y mis ojos cosas tan dispares como Jardiel Poncela, Somerset Maughan, Delibes, Gironella, Oscar Wilde, Pérez Galdós,Julio Verne y un largo etcétera.
No, yo no era el repelente niño Vicente. Que nadie crea que me leí los Episodios Nacionales con 8 o 9 años. He dicho que leía trocitos y así era. El anzuelo estaba lanzado y piqué, vaya que si piqué. Mi biografía literaria empezó por la bella letra de mi abuelo y su Catálogo de Mi Biblioteca encuadernado en piel verde, siguió con los lomos y títulos, después vinieron los trocitos y por fin llegó la aventura, esa que empieza en la primera página de un libro y termina en la última. Lo recuerdo como si fuera ahora. En una de mis expediciones por la biblioteca cayó en mis manos un libro que al abrirlo me mostró una fotografía alucinante. Se trataba de una huella del Yeti, era enorme, como un piolet de grande. Yo quería saber qué era aquello y esa vez decidí empezar por el principio y así leí de un tirón La Conquista del Everest y Hillary y Tensing pasaron a formar parte de mi vida. El Yeti quedó atrás, pero fue entonces cuando aprendí a leer.
Yo no iba a librerías, la tenía en casa, qué fascinante hurgar entre los libros, ver qué escribía sobre ellos mi abuelo en su catálogo y al final decidir, y entonces leer y comprender el gran regalo que me había dejado.
Yo era un niño normal y también leía a Enid Blyton pero en mi memoria puede más Edmun Hillary que los Siete Secretos, Leon Uris que Guillermo Brown, Miguel Strogoff que Los Tres Investigadores y el Catálogo de mi abuelo que cualquier historia de la literatura.
Hoy todavía, y ya en mi casa, echo un vistazo de vez en cuando a los libros que llenaron de posibilidades la cabeza de un niño curioso.
Maravillosa entrada. No encuentro otra palabra, y créeme que la busqué un ratito. No sé, aparentemente hablas de algo absolutamente cotidiano, tan «trivial» como puede serlo cualquier historia de infancia personal… y he leído unas cuantas, pero por alguna razón ésta me fascina muy particularmente. No tengo idea de cómo, pero me da la impresión de que tu historia está viva. Y hasta respira y si se escucha con atención, se puede oír un latido a lo lejos. Gracias por escribirla. 🙂
De nada Karen.Nunca sabes cuando escribes algo qué va a pasar.En este caso lo único que se me ocurre es que lo que escribo es verdad.
Suscribo humildemente las palabras de Karen Blixen. Y digo humildemente porque no sería capaz de expresarme tan bien como
ella.
Yo también podría abrir la caja de mi infancia y contar historias que fueron verdad pero no conseguiría lo que tú. He leído todas tus entradas y no me parecen cosas corrientes. Corriente es lo que hacía yo. Me gusta mucho leer y a ratos he escrito cosas para mí. Desde que entré en tu página por primera vez, hace ya más de un mes, he sido incapaz de escribir una sola palabra. De verdad, tienes en mí a una admiradora, porque eso es lo que me suscita la lectura de tus entradas. Bueno, eso y lo que ya en otra ocasión te dije, envidia.
Sigo abrumado,hoy es mi tarde de suerte.Es viernes,he podido echar una siesta,un poco de música y leer tus comentarios. ¿Qué hago ahora?
P.D.: Chincha rabiña, la rabia te pica
Qué hago por aquí? No sé. Solo sé que luego de una reparadora minisiesta post-pileta (piscina para vos) encuentro en tu entrada a mi abuela Fabiana. Ella se crió en el campo, recién llegada a la Argentina, su educación escolar fue breve, pero, incansable su educación emocional fue sorprendente. Tenía la capacidad de extasiarnos a todos sus nietos (en un rango de edades muuuy amplio) por igual con sus relatos. A ella le gustaban las novelas de amor, algo que no heredé estrictamente, y no le perdonaba a sus protagonistas masculinos tener bigotes:dejaba novelas enteras sin leer por tal motivo. Nunca olvidaré su figura cerquita de la ventana, y el libro en sus manos. Nos dejó un verano, hace unos años, tuve la suerte de disfrutarla muchísimo, y estoy convencida de las huellas que dejan en nosotros estos personajes. Brindaré pues, a la salud de nuestros sabios modelos.
Veraniegos saludos
Mi abuelo se llamaba Francisco.Otra F.
Fabiana y Francisco y la estela de libros que nos dejaron.Esa sí es una herencia inagotable.
(Mi abuelo no tenía bigote)
Tú en la pileta y yo bajo el agua también, pero de la lluvia.
Invernales envidias