Vivimos, algunos, en la llamada sociedad del bienestar. A pesar de ello, se hace cada vez más necesario hacer un alto y replantearse qué significa este concepto. Por un lado, estamos alcanzando las más altas cotas de desarrollo (sostenible no parece, pero para nosotros desarrollo, los demás que arreen, así somos de solidarios), pero por otro, estamos pagando un precio que, además de alto, es ridículo y paradójico. No estoy hablando de injusticias sociales, ni de comparaciones entre países o zonas del planeta, hoy no. Me refiero más bien a que el tan manido bienestar que nos inunda está ahogando conceptos que deberían ser considerados necesarios en un mundo desarrollado y que se precie de tal nombre.
Me explico: El bienestar social debería permitir que las condiciones que hacen que nuestra vida sea mejor, de más calidad, destacasen sobre todas las demás. Esto, triste y otra vez paradójicamente, sucede cada vez menos. Podemos poner varios ejemplos:
Espacio: Los habitantes de las ciudades cada vez disponen de menos espacio para sí mismos. Las casas son, en la mayoría de los casos, pequeñas, por no decir diminutas y impiden que una familia media disfrute de los metros cuadrados necesarios para una convivencia digna de tal nombre. La intimidad es algo que ya solo existe en la literatura, y además de pedir turno para ir al baño, hay que decidir a cada momento si se habla o se ve la televisión. Plantearse la elección de comer o cenar en la cocina o en el salón solo está al alcance de unos pocos. Tener, en definitiva, un espacio propio, no en el sentido de propiedad, sino para nosotros ha llegado a ser una quimera. Que esto suceda en la cacareada sociedad del bienestar tiene su gracia.
Tiempo: Cuando realmente hay necesidades básicas que cubrir, es necesario trabajar donde y cuánto sea para poder hacerles frente. Ahí no hay elección posible y la situación nos obliga a aceptar nuestro duro destino. Los afortunados habitantes de países ricos tendrían que trabajar no solo para comprar cosas, sino para comprar tiempo. Tiempo libre, para nosotros. La Unión Europea anda estos días discutiendo sobre la posibilidad de aumentar la jornada de trabajo máxima semanal hasta las sesenta o sesenta y cinco horas. No, no estoy de broma. Vivir para ver. A eso le llaman progreso. La mayoría de la gente ocupa el tiempo libre de que dispone en tareas inútiles, principalmente relacionadas con el consumo. En una encuesta realizada entre niños de seis a diez años se les preguntaba cuál era su lugar favorito para divertirse. Yo, al leerla, ingenuamente pensaba en parques de atracciones, playas o piscinas, deportes, excursiones… cuál no fue mi sorpresa cuando vi que mayoritariamente escogían los centros comerciales como su paraíso para pasar una tarde de sábado o de domingo. Como dicen los elocuentes entrenadores de fútbol: no comment. Podría seguir dando más ejemplos, pero me quedaré solo con uno más: el preciado tiempo libre que se consigue con el duro trabajo es pasado, en gran parte de los casos, viendo la televisión, de plasma sí, pero televisión al fin y al cabo.
Silencio: ¿Qué es eso? ¿De qué habla este loco? El silencio no existe. Vayamos donde vayamos, nos acompaña el ruido. Ocho de la mañana, un bar, tres clientes y un camarero. Los clientes desayunan adormilados, más tristes que alegres, pensando en la oficina o en cómo vender el producto estrella de su empresa a incautos compradores. El camarero, atento, enciende el equipo de música, la radio y la televisión a la vez. El local es inundado por preciosas melodías y por la voz de la presentadora del ameno concurso televisivo a la que solo hace caso, cómo no, el camarero. Domingo, al alba, hemos hecho el esfuerzo de madrugar para disfrutar de la naturaleza con un agradable paseo por el campo. Boquiabiertos nos quedamos cuando el sendero, otrora inundado por flores y extraños insectos, está ahora colapsado por motoristas de trial y viandantes de transistor en mano. En las casas siempre hay algún aparato encendido, aunque nadie lo vea o escuche. Nos hace compañía. Hemos llegado a tal punto que cuando, por milagro, se produce un silencio, sea donde sea, pensamos que algo grave está pasando.
Tiempo, espacio y silencio se han convertido en lujos en el país de los lujos. La renta per cápita sube. Las familias tienen dos coches, cuatro televisiones, cinco préstamos y treinta y cinco letras que pagar todos los meses. Trabajamos para pagar lo que debemos, vemos la televisión para olvidar nuestro trabajo y el tiempo libre lo dedicamos a comprar más cosas que nos obligarán a trabajar más para poder pagarlas.
Estamos tan domesticados que la perspectiva de tener nuestro propio espacio, en el cual solo mandemos nosotros, en el que podamos estar solos y en silencio, nos aterra. El tiempo lo usamos para olvidar el tiempo o, como vulgarmente se dice, para matarlo. Mientras tanto, comentamos cariacontecidos al vecino del tercero en el ascensor que, si el euríbor sube una décima más, habrá que ir pensando en buscar un trabajo extra para poder hacer frente al pago de las letras por el recogemigas bañado en oro y la estación de planchado (sic) que anoche compramos en la teletienda. Dichoso insomnio.
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