Erase una vez una familia pobre, muy pobre, compuesta por los padres y ocho hermanos. Vivían en una ciudad muy peligrosa. Tanto, que los padres decidieron trasladarse a vivir a un pequeño pueblo en el campo. Allí la vida era más dura si cabe, pero al menos algo más segura. Los problemas vivían con ellos pero uno exigía una decisión. Una de la hijas padecía una enfermedad que requería vigilancia médica. En el campo no podían conseguirla. Los padres tras mucho meditar decidieron enviar a su hija enferma de vuelta a la ciudad y allí la dejaron al cuidado de su abuela. No les gustaba mucho esta solución, pero era la única forma de que su hija pudiese recibir atención sanitaria con un mínimo de garantías. Nuestra pequeña y triste protagonista empezó así una nueva vida. Su abuela la cuidaba lo mejor que podía y ella se fue aclimatando a su nuevo ambiente. Un buen día, en su camino hacia el hospital, la niña se encontró con tres muchachos en un callejón solitario. Vio en sus ojos siglos de barbarie y con la rabia que produce la injusticia que se cierne sobre uno, se enfrentó a lo inevitable. Allí quedó tirada. El suelo en el que reposaba fue el único testigo de la repugnante acción de los tres animales de dos patas. La dignidad le ayudó a levantarse del suelo. Esa misma fuerza la acompañó hasta la estación de policía más próxima donde denunció la violación que había sufrido. No sé si esperaba justicia o no esperaba nada. No sé si quería venganza o simplemente hizo lo que tenía que hacer. Seamos realistas pidamos lo imposible.
Días después, los familiares de los tres despojos humanos quisieron persuadir a la niña para que retirara la denuncia. Ella se negó con la mirada perdida en la inocencia o tal vez en la desesperanza. Al ver que su capricho no era atendido los despojos mayores denunciaron, a su vez, a la niña por adulterio. ¿Ciencia ficción?, ¿realismo mágico? ¡Ojalá! La ciega justicia sacó de su chistera el más cruel de los chistes posibles. La niña merecía ser castigada. Sería lapidada hasta su muerte.
Condujeron a la niña hasta el lugar de su ejecución. Un campo de fútbol. ¡Menudo espectáculo! Le taparon la cabeza y el justiciero público comenzó a lanzarle piedras, eso sí, no demasiado grandes para evitar que muriera de un solo golpe ni demasiado pequeñas para impedir que no muriera. Tuvieron que quitar la capucha de la cabeza de la niña varias veces para comprobar si seguía con vida o era necesario lanzar más piedras.
Una vez terminada la tarea. El público, cansado pero satisfecho por el deber cumplido, se fue retirando a sus casas.
Hoy, por si alguien en esta galaxia no lo sabe, se celebran elecciones en los Estados Unidos. ¿Quién ganará?.¿ McCain, Obama?. ¿Obama, McCain?. ¿Os digo una cosa? Me importa tres cojones.
P.D.: A Obama se le ha muerto la abuela.
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