Acabo de ordenar todas mis cosas. En mi mesa ya solo quedan una carpeta roja y unos cuantos papeles. Serán los primeros en ser leídos a mi vuelta, allá en el lejano septiembre. Antes de apagar el ordenador, he mirado por última vez el correo; ningún mensaje nuevo. Aliviado, he dirigido el puntero a la esquina inferior izquierda de la pantalla (en el trabajo sigue mandando Windows) y cuando estaba a punto de clicar en «apagar equipo» he cambiado de opinión y he decidido congelar este momento.
Hoy es tres de julio, por las dos ventanas que tengo a mi derecha entra el sol a raudales y se oye el bullicio de la gente al pasar. Aquí dentro, sin embargo, estoy solo, todo está vacío. Me siento como el capitán que abandona su último barco.
Ha sido un mes de junio terrible. No recuerdo haber trabajado tantas horas nunca. Junio, que debería ser como el viernes de los meses, el anticipo del descanso, el disfrute por anticipado, se ha convertido en una lenta agonía, en una cuesta arriba en la que nunca divisas el final. He entendido al ciclista que levanta la cabeza buscando la cima a la vuelta de la curva y descubre que tras ella hay otra y luego otra. Ahora que todo ha terminado, o casi, no disfruto como pensaba que iba a disfrutar. ¿Por qué lo que uno imagina es siempre mejor que la realidad misma? Tengo delante de mí dos meses de vacaciones, eso es un gran privilegio y soy consciente de ello, mi lugar en el mundo me espera, los campos que recorreré, los libros que leeré y la música que escucharé me están aguardando. ¿Por qué, entonces, no salto de alegría?
A veces pienso que soy yo quien falla, hay algo que me impide aprovechar el momento presente, sueño con momentos que cuando llegan ya no son sueños. También sé que cuando lea esto el próximo otoño, este instante me parecerá único e irrepetible y sentiré una nostalgia dolorosa que me atravesará de parte a parte. Sé todo esto, lo escribo y, a pesar de todo, olvidaré esta extraña sensación que me domina y pensaré, en la distancia y en el tiempo, que este momento sí era irrepetible.
Miro ahora a mi alrededor y veo la mesa de reuniones que tantas discusiones ha padecido, veo la máquina del café, las sillas vacías, el teléfono que, misericordioso, permanece en silencio (detesto los teléfonos). Los papeles que todo lo inundan, ahora están como dormidos, cada uno en su sitio, y siento un poco de cansancio y un poco de hartazgo. Me parece imposible que en un par de meses todo esto deje de ser silencio y vacío y sea, de nuevo, ruido y ajetreo. ¿Por qué da tanta pereza hacer lo que uno tiene que hacer?
Imagino que ya nunca volveré a sentarme frente a esta pantalla, que ya nunca golpearé estas teclas y que las caras que han ido estos días desapareciendo de mi vista seguirán ausentes y no siento nada. ¿Aumenta el desapego con los años? ¿El corazón se va haciendo de piedra con el tiempo? ¿Por qué cada vez echo en falta a menos gente?
Languidecen los minutos y mis dedos ya no se agitan nerviosos como hace un rato. La voz de un niño contento llega desde la calle. La grapadora, el lápiz, el sacapuntas, los post-it y un taco de folios en blanco parecen descansar, ajenos a mi presencia. Todo será silencio y sombra, nadie hablará, no habrá sonidos ni colores, pues nadie oirá ni verá nada. ¿De qué color es algo cuando nadie lo mira?
Llegó el momento. Quedan atrás diez intensos meses de trabajo. Alegrías, problemas, cansancio y discusiones. Decisiones, aciertos, errores, malas caras y sonrisas. Decepciones, arrepentimientos, dudas y ayuda.
Ahora sí, apago el equipo, bebo un vaso de agua, recojo mis cosas, miro por última vez la mesa y el despacho y cierro la puerta.
No pienso en nada, salgo a la calle y me pierdo entre la gente que continúa su camino tan ajena al mío. Me pongo los auriculares y Bob Dylan me canta al oído «The times they are a-changin’» mientras camino lentamente hacia casa.
Mañana será otro día.
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