Ayer estuve de visita en el Palacio de Justicia. Me acompañaba un grupo de estudiantes. Tuvieron oportunidad de conocer para qué sirve el registro civil. Por muchos esfuerzos que hizo la encargada no logró entusiasmarles en absoluto. Nos enseñaron los quirófanos donde se practican las autopsias a aquellos que han fallecido por muerte violenta. Aquí, la tensión y la atención fueron en aumento, sobre todo cuando la forense puso en funcionamiento la sierra que se utiliza para abrir cráneos. Más tarde los encerraron en un calabozo donde los detenidos esperan el comienzo de su juicio. Les gustó, no cabe duda, querían permanecer más tiempo. Estuvimos también en una sala de reconocimiento desde la que puedes mirar a través de un cristal a los sospechosos sin ser visto. Por último, asistieron a varios juicios. Guardaron el silencio que se les había pedido. Se respiraba seriedad en el ambiente. El que más les llamó la atención fue uno en el cual una mujer denunciaba a un hombre por amenazas e intento de agresión. Pudimos escuchar cómo, primero la mujer, y más tarde el hombre, contaban su versión de los hechos. Por supuesto, cada uno de ellos narró una historia totalmente diferente, o, mejor dicho, la misma historia de dos maneras distintas. Para complicarlo aún más, el único testigo presencial no se presentó al juicio.
Cuando la jueza, una vez oídos los testimonios y los alegatos de los abogados dejó el juicio visto para sentencia, todos nos quedamos pensativos. Salieron, creo yo, decepcionados al no poder conocer el desenlace.
Hoy, al comentar con los estudiantes lo que ayer presenciaron, tampoco hemos podido llegar a ningún consenso.
Para unos estaba claro que el acusado era culpable y que mintió todo el rato. Además, tenía antecedentes. Para otros, al contrario, la denunciante era una mujer histérica que vio amenazas donde no las había. Los partidarios de la culpabilidad del acusado les recordaron que la demandante había sido magistrada. Eso debían tenerlo en cuenta.
Les he pedido entonces que se pusieran en el papel de la jueza y que trataran de argumentar sus veredictos. Eso ha sido como pedir peras al olmo. A nadie se le ha ocurrido que la falta de pruebas obligaba a guardar silencio. Esta opción no la podían contemplar. Al culpable había que castigarle y si la justicia no lo hacía deberían hacerlo otros.
Cuando les he planteado si consideraban preferible que un culpable quedase libre al hecho de castigar a un inocente, me han mirado como si les hablase de algo inconcebible. Alguno,incluso, ha considerado la posibilidad de obtener la confesión del culpable utilizando cualquier medio. No saben lo que es un eufemismo pero sí saben utilizarlo. La rabia de que su presa se les escapara podía más que el tremendo peso de la duda. Les dolía más en su conciencia la injusticia de la libertad inmerecida que la injusticia del castigo sin pruebas.
Parece razonable pensar que alguno se hubiera mostrado más sereno y hubiese admitido que la fuerza de la ley es precisamente no utilizar la fuerza, que la justicia no es infalible pero que hemos de evitar que se aleje lo más posible de la imparcialidad, que lo arbitrario es todo menos justo. Pues, no. Estaban excitados y querían una solución ya. Es como cuando una película termina sin desvelar el misterio. Se sienten estafados.
Una jueza que deje en libertad a un acusado por falta de pruebas les parece un ser melifluo e indigno del cargo que ejerce.
Creo, y no tengo mucho temor a equivocarme, que prefieren la justicia tomada por la mano de uno, que el triunfo de la duda razonable.
He tratado de ser didáctico y les he planteado casos donde vieran la imposibilidad de llegar a una conclusión clara y concisa. Les he hablado de la palabra de uno contra la de otro, de la falta de pruebas, de la imposibilidad de que un juez base su sentencia en lo que él cree, en fin, he tratado de hacerles comprender que la justicia sólo vale si está basada en hechos, pruebas y datos objetivos. Me he inflamado cual pastor que trata de enseñar a su rebaño y sólo he encontrado decepción. Me miraban como si fuera un cobarde que no se atreve a agarrar al toro por los cuernos, que no tiene agallas para tomar decisiones ni para aceptar responsabilidades.
Visto esto y ante la imposibilidad de convencerles, hemos hablado de otros temas. Les he explicado que el sentido de las penas no es, o no es tan sólo, castigar, les he hablado de la posibilidad de los presos de reducir condena, de cómo, a veces, las propias leyes obligan a excarcelar a personas de las que no tenemos certeza de si están preparados para ser libres, de cómo la sociedad y el poder judicial en su nombre no puede decir alegremente quién es merecedor o no de la libertad.
Ellos, jóvenes, han reaccionado con virulencia y clamaban justicia. Preguntaban por qué no existía en nuestro país la pena de muerte o al menos la cadena perpetua. Les parecía sospechoso y en el fondo injusto la posibilidad de reducir condenas gracias al buen comportamiento, trabajo o estudios. La reinserción es un cuento chino. El que la hace la paga.
Todo esto lo he escuchado y no me ha sorprendido. Lo he escuchado muchas veces.
¿Qué falla en una sociedad en la que cuando uno es el acusado exige todos los derechos, pero cuando el acusado es otro no hay derecho que valga?
Al acabar la clase, una alumna me ha contado orgullosa cómo un amigo suyo fue despedido del trabajo, denunció a la empresa y fue a juicio. Lo perdió. Como la justicia no le satisfizo pagó a otra persona para que quemara el coche de su ex-jefe. Para entonces teníamos a nuestro alrededor a un coro que reía satisfecho con el final de la historia.
He recogido mis libros y mis papeles y he abandonado el aula cabizbajo.
En la siguiente clase me he negado a corregir el trabajo de una alumna. Le he dicho que ella no era la autora de esas palabras, que saltaba a la vista que se había limitado a cortar y pegar lo que otros habían escrito. Con el poder de la justicia en su mano, con el derecho que los romanos nos regalaron, me ha espetado triunfante: no tienes pruebas. Yo, que había aprendido la lección, le he puesto un cero.
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