Siempre que llega diciembre y con él la Navidad, a Telmo le embarga una doble sensación. Por un lado, no puede dejar de recordar su infancia y ver su casa como sólo se ve en los recuerdos. Ruido, gente que entra y que sale, sonrisas y la ilusión en la cara del niño que era entonces, anhelando noches especiales, largas y sin la amenaza de tener que acostarse temprano y permanecer durante horas insomne, imaginando lo inimaginable para la mente de un niño. En esos días de fiesta, siempre está acompañado y duerme con sus primos mayores. Eso le hace sentir fuerte y seguro. Sólo cierra los ojos cuando el sueño invencible le vence y cae rendido con una sonrisa en los labios.
Por otro lado, la Navidad le produce la melancolía y el sinsentido de estas fechas sin niños. Lo que antes era destello y alegría ahora se le antoja mate y fuera de lugar y del tiempo. La Navidad es infancia y con ella desaparece; por eso de mayores es inevitable dejarse llevar por lo que fue y sentir que ahora es imposible recuperar lo que entonces sentíamos.
Telmo todos los años se propone vivirla como si nada pasara, hacer oídos sordos a todos los embelesos que tratan de embaucarle y concebir esperanzas de que este año será diferente. Apenas sale, no hace caso de los anuncios, de las músicas ni de las luces que intermitentes se dejan ver desde su ventana. A la Nochebuena hace tiempo que le quitó las mayúsculas para convertirla en un día cualquiera y en Nochevieja se acuesta como todos los días, sin mirar siquiera las agujas del reloj, como hace normalmente cuando apaga la luz antes de dormir.
Telmo no tiene a nadie a quién comprar regalos. Un problema menos, se dice, pero casi al instante le vienen a la cabeza los regalos que de niño recibió en el Día de Reyes. No le hace falta ver fotografías. Indelebles conserva en su mente las imágenes de aquella habitación que año tras año amanecía llena de regalos. Recuerda el lugar, el sofá marrón, donde junto a su zapatilla, aparecieron el coche teledirigido, el fuerte, el juego de química, los primeros libros y, especialmente, la carta manuscrita que, una vez, le dejó el rey Melchor.
Telmo no quiere pensar, pero algo dentro de él le obliga a hacerlo. Telmo quiere olvidar, pero el olvido escapa a su voluntad. Es una batalla perdida y sucumbe, como todos los años, y se entrega dócilmente al cruel juego de los recuerdos que empiezan como bálsamo y terminan siempre doliendo y abriendo la herida del tiempo.
Telmo se dice que este año será diferente. Si no puede vencer al recuerdo, vivirá el presente. Sale de casa y pasea por las calles de la ciudad, observa a los niños que miran las luces de colores, se detiene en los escaparates y se mezcla con el mundo que no para de moverse. Se alegra incluso cuando unos finos copos de nieve, extraños por esas tierras, hacen aún más creíble su esfuerzo. Siguiendo el impulso que le guía, compra adornos para su casa y comida especial para estos días que quiere vuelvan a ser singulares.
Es Nochebuena, Telmo está en su casa, la siente distinta. Llena de luz tras tantos años a oscuras. Pasa la tarde cocinando. Bing Crosby canta en el salón y Telmo tararea canciones que pensaba olvidadas. A eso de las nueve prepara la mesa. Saca del armario su mejor mantel, lo extiende, trata de quitarle el pliegue que rebelde resalta en mitad de la mesa. ¡Lleva tanto tiempo doblado! Coloca encima sus platos blancos, la copa de vino y los cubiertos que un día compró pero jamás usó. El olor de la comida le abre el apetito. Allí, sentado, solo, se sirve una copa de vino y antes de comer cierra un momento los ojos. Dentro de sus párpados descubre escondidos los días que hace tanto se fueron. Quiere escapar pero no puede. Se ve a sí mismo, en el comedor de su infancia, sentado a la mesa, los pies no le llegan al suelo, con sus padres, hermanos, tíos y primos, oye el bullicio de la cocina, siente el olor de la comida y la alegría del niño que es capaz de disfrutar el momento. Su padre le sirve unas gotitas de champán, no le gusta, le pica, pero se relame los labios. Tiene sueño pero lo niega y aguanta y aguanta. Las horas pasan y descubre el encanto de vivir de madrugada.
Bing Crosby ya no canta, las luces de colores del árbol están apagadas. Telmo recoge la mesa, friega los platos y se va despacio a la cama. Al apagar la lámpara, a diferencia de todos los días, no mira las agujas del reloj que marcan la hora.
Telmo dormido sueña con despertar en la mañana de Reyes y correr hacia la sala que una vez al año amanecía repleta de regalos. En su sueño ve claramente el fuerte donde los vaqueros se defendían del ataque de los indios, el coche rojo que guiado por sus torpes manos recorría el largo pasillo de su casa y la caja de química que dentro guardaba cosas impronunciables como la fenoltaleína.
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