El letrero a la entrada del campo de concentración de Auschwitz rezaba: «el trabajo os hará libres». Cuando Dios expulsó a Adán y a Eva del paraíso, los condenó, sin embargo, a ganarse el pan con el sudor de su frente. Este castigo no parece precisamente un dulce camino hacia la libertad. Sea Dios el responsable o no, los humanos nos hemos visto desde siempre obligados a trabajar para conseguir cubrir las necesidades que hace mucho tiempo dejaron de ser básicas. El aumento de éstas crece y crece sin parar, y nuestro esfuerzo por satisfacerlas no puede crecer tan deprisa.
La palabra trabajar viene de trebejare (esforzarse), que a su vez deriva de la palabra latina tripaliare (torturarse).
¿Cuánta gente está contenta con el trabajo que realiza? No sé la respuesta a ciencia cierta, pero me atrevería a decir que, sea la cantidad que sea, es una minoría. Los hombres pasan los días de trabajo anhelando que se terminen y que lleguen las fiestas, los descansos, las vacaciones. Sé que es un error no tratar de sacar partido de aquello que tenemos entre manos en cada momento. A pesar de eso, creo que la insatisfacción, la pereza, el aburrimiento y el cansancio son ingredientes fundamentales en la rutina diaria de buena parte de la humanidad. Esta inmensa mayoría trabaja por necesidad. No hay un ápice de entusiasmo ni de realización en las tareas y esfuerzos que llevan a cabo.
No somos tan crueles como los genocidas que escribieron en la entrada de Auschwitz un mensaje tan hipócrita y despreciable, pero lo que subyace en la sociedad actual tiene un origen común. Queremos hacer creer que el trabajo es necesario, no sólo para obtener los recursos necesarios que nos permitan vivir con cierta dignidad, sino que se quiere extender la especie de que el trabajo, así tomado en genérico, es un bien en sí mismo, que hace de nosotros seres más dignos y desarrollados. Esto es una mentira. El trabajo dignifica y el trabajo embrutece, el trabajo saca lo mejor pero también lo peor de cada uno de nosotros. Las condiciones en las que trabaja la mayor parte de la humanidad embrutecen más que otra cosa.
Es cierto que si miramos la evolución del trabajo desde la Revolución Industrial, la situación ha mejorado notablemente. Esto sólo sucede en los países industrializados, que, sobra decirlo, son los menos. La pregunta clave es si esta mejora se irá extendiendo por todo el planeta o si, por el contrario, las diferencias serán cada vez más grandes y las mejoras del grupo de elegidos serán posibles mientras haya una mayoría de torturados trabajando en condiciones deleznables.
Considerar el trabajo, hoy en día, como decisión voluntaria, libre, como posibilitador del desarrollo de nuestras capacidades creativas, como fuente de colaboración y de resolución de problemas comunes, como desarrollo y realización personal, no es más que un ejercicio de cinismo, de mala fe o, en el mejor de los casos, de ignorancia. Para una gran parte de los trabajadores, el trabajo sigue siendo una maldición, algo que en vez de unir desune, que en vez de potenciar el desarrollo personal lo paraliza.
La solución a este dilema la hemos encontrado en la sublimación del trabajo humano. Interesa a todos. A los poderosos para engañar y a los débiles para engañarse. Unos ponen, como la zanahoria delante del burro, los bienes materiales a los que nos dará acceso el trabajo. Los otros no tienen más remedio que creérselo para así poder seguir adelante, soñando con que un coche, una semana en la playa o un mueble de diseño les hará alcanzar la felicidad en la tierra.
¿No es una insensatez creer que el trabajo que realiza la mayoría de las personas constituye la esencia de sus vidas, la fuente de su satisfacción? Lo cierto es que creer esto no es más que una forma de adaptación al medio. No queremos ser desgraciados y menos reconocerlo. La felicidad, todos decimos convencidos, no la da el dinero. El trabajo tampoco. Nos pasamos la vida, pese a todo, tratando de conseguirlos, en el mejor de los casos para comprar tiempo. En el intento se nos va la vida. Los hombres pasan un tercio de la vida durmiendo, y mucho más de un tercio trabajando. ¿Qué queda después? Solo nos queda descansar del trabajo. A eso le llamamos ocio. Decía Oscar Wilde, con sorna pero con toda la razón, que la única ocupación digna del hombre es un ocio distinguido. Las actividades de ocio a las que nos entregamos habitualmente pueden ser calificadas, en general, de muchas formas, pero me temo que no precisamente como distinguidas.
Cuando es la necesidad la que nos empuja a un esfuerzo tremendo por sobrevivir, por sacar a nuestra familia adelante, por conseguir lo indispensable para llevar una vida digna, estamos hablando de víctimas. Estas víctimas tienen casi imposible alcanzar un desarrollo y una formación suficientes para lograr lo que el irlandés llamaba ocio distinguido.
Cuando es la necesidad de acumular la que nos mueve. Cuando el trabajo está al servicio del beneficio a cualquier precio y cuando olvidamos que hay otras muchas cosas más allá del trabajo, estamos hablando de insensatos. Suelen, estos, quejarse de la falta de tiempo para disfrutar de todo lo que han logrado gracias a su esfuerzo. Además de insensatos, la palabra idiota se nos escapa de la boca. También dijo Oscar Wilde, y se puede aplicar a estos últimos, que el trabajo es el refugio de los que no tienen otra cosa que hacer.
Es peligroso, a fin de cuentas, hablar alegremente del trabajo como origen de incontables bondades. Puede serlo, no cabe duda. Pero ese trabajo, ese que es libre, escogido y en el que desarrollamos nuestras capacidades y habilidades, ese en el que el esfuerzo siempre merece la pena, se les escapa de los dedos y de las ganas a la mayoría de víctimas que pueblan este planeta.
Reconocer cómo están las cosas no es lanzar una sentencia contra los seres humanos. Hay quien, eso siempre se puede, ve posibilidades de mejora en un futuro no muy lejano y, cuando contempla el pasado reciente y remoto, se congratula de vivir en un tiempo en el que se puede mirar al futuro con optimismo. Lo malo es la autosatisfacción de los afortunados y la aceptación de su destino por parte de los menos favorecidos. Ambas son caras de la misma moneda.
El trabajo nos hará libres cuando seamos nosotros quienes lo elijamos. Entonces, verdaderamente, el trabajo será un ocio distinguido.
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