Tengo un buen trancazo. Dolor de cabeza, congestión nasal, estornudos y cansancio. Nada grave, pero la excusa perfecta para no hacer nada. Febrero campa por sus anchas en la calle. La primavera está a igual distancia que el otoño que se fue. Hoy, me he quedado solo en casa. La idea, en principio, era dedicar el tiempo a descansar. Sofá, algún libro, siesta, algo de música y una buena película.
Acabo de terminar dos libros de autores que nunca había leído y me siento contento porque en ambos casos pasarán a la lista de los que volveré a leer. He dedicado un rato a mirar mi estantería de libros pendientes. En estos casos siempre ocurre lo mismo. Uno se asusta de la enormidad de lo que aún le falta por conocer. Basta con hacer un simple cálculo y contabilizar lo que ya hemos leído y compararlo con el tiempo que nos queda por delante. Es necesario ser humilde y rendirse a la evidencia. Lo mismo que nuestro planeta es una mota de polvo perdida en una esquina del espacio, lo que podemos llegar a conocer no es sino una parte infinitesimal de lo que se nos ofrece. Hay un exceso de oferta. Viene a ser lo mismo que sentarse frente al ordenador, teclear Google y navegar. Navegar por las rutas gobernadas por el azar que nos harán detenernos donde no lo teníamos pensado y desviarnos por caminos que ni siquiera sabíamos que existían. La experiencia es buena, pero a mí me crea desasosiego. La falta de control, sentir que las posibilidades no tienen fin y que, en el fondo, el caos domina un aparente orden me hace sentir perdido en un mundo demasiado grande.
Sólo quería coger unos cuantos libros para echarles un vistazo en un mullido sofá. Sólo quería leer unas líneas para atrapar unos minutos de sueño reparador. Nuestro espacio interior es tan grande como el exterior. Es como un negro abismo que nos atrae irremediablemente. No podemos poner puertas al campo. No tenemos límites. Nuestro empeño es ponerlos para no caer en la locura.
Voy a tomar una aspirina.
Cierro los ojos, los libros sin abrir a mi lado esconden palabras que forman vidas, sentimientos, pensamientos y todo el material del que estamos hechos. Me duermo, pero mi cerebro no se detiene. Nunca lo hace. Sueño y en mi sueño estoy yo. Camino por calles que no conozco pero que me resultan en cierto modo familiares, aparecen personas en las que no había pensado en años y hablo, discuto, río y lloro. El sueño es real hasta que me despierto. Entonces el entorno conocido va haciendo disolverse en la nada la experiencia recién vivida. Me incorporo, miro la hora, sólo han pasado veinte minutos. Trato de recordar lo soñado y trato también de explicarme su significado. El tiempo interior nada tiene que ver con el exterior.
Bebo un vaso de agua.
Pongo música y escucho voces del pasado, recuerdo lugares y sonrío. La música me acompaña siempre. Recuerdo cuando descubrí la música como un tesoro; eso debe ser una revelación. Han pasado muchos años, pero el efecto sigue siendo el mismo. La música nos lleva por caminos propios, tiene su forma de hacernos sentir, ver y creer. Desde aquel niño que pegado a su tocadiscos ponía día tras día el mismo disco hasta este sábado de febrero en que ligeramente enfermo hago sonar, con mando a distancia, la banda sonora de mi vida, han pasado muchas cosas, cosas que jamás pude imaginar que ocurrirían; he conocido personas y lugares, he cambiado de casas y de trabajos, he sido incluso feliz. Desde entonces hasta ahora, la música ha envejecido conmigo, y la música de entonces y la de ahora han permanecido a mi lado. Escucho y recuerdo, escucho e imagino. Cierro los ojos y me dejo llevar. La música suena y llena el espacio, el de dentro y el de fuera, de algo que tampoco se puede explicar.
Suena el teléfono. Odio el teléfono.
Tras el odio, la calma, y aprovecho que me he levantado para escoger una película. Tengo ante mí la posibilidad de trasladarme a los años veinte en Nueva York, de mirar por la ventana indiscreta, de jugar a ser el Padrino, de venderle seguros a Barbara Stanwyck, de luchar en la guerra de Vietnam, de pasar un día en las carreras, de encerrarme en un hotel de alta montaña para escribir una novela. Tengo ante mí la posibilidad de vivir otras vidas, de comprender que todo es posible y que, poco más o menos, lo fundamental es inalterable. El mundo parece cambiar, pero la esencia es inmutable. Apago las luces y la pantalla me devuelve a la vida. Salgo un poco de mí y veo con otros ojos, hablo con otras palabras y comprendo lo que otros sienten.
Tengo hambre. Voy a la cocina y cojo un puñado de pasas.
Cansado, incluso después de descansar, pienso en el tiempo que pasa; la tarde avanza, ya está oscuro. Libros, música, cine, cansancio y soledad. Soledad de la buena, de esa que escogemos y que sabemos que acabará cuando oigamos el ruido de las llaves en la cerradura de la puerta.
Veo el ordenador, lo enciendo, me siento y escribo.
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