Dando rápidos pasos por la acera iba yo esta mañana como un hombre decidido. Mis quehaceres me llevaban de la mano. Me dirigía a una reunión de hombres y mujeres decididos como yo. Tenía que defender mi punto de vista sobre un asunto importante y mi cabeza iba sopesando cómo hacerlo. Pensaba en pros, pensaba en contras. Trataba de imaginar cómo rebatiría todo tipo de objeciones.
El mar, a mi derecha, llegaba a la orilla de la playa mansamente. Un suave sol de abril iluminaba de primavera la mañana. La brisa soplaba fresca. Ni el mar ni el sol ni la brisa osaban interrumpir mis pensamientos. Caminaba sin percibir lo que sucedía a mi alrededor hasta que le vi. En un banco frente al sol, estaba sentado un lagarto. Tenía un bastón a su lado y parecía viejo, muy viejo. Exponía su cara al calor del sol, los ojos casi cerrados. No hacía nada. En su entorno no había movimiento. Solo quietud y calma. Su piel, cuarteada por los años, lucía ese moreno perpetuo de la gente que ha trabajado en el campo. He querido sacar una fotografía pero no me he atrevido. Me detengo y le contemplo. El abuelo, respirando la luz que le llegaba, no se ha inmutado. Ha sido entonces cuando he sido consciente. He sentido el calor del sol en mi cabeza, he oído el sonido de las olas y he visto la luz de la mañana.
¿Y qué hacía yo? ¿A dónde iba? Ha bastado detenerme un momento para dejar de ser quien era. ¡Qué difícil! Si te adaptas al medio, pareces disfrutar de todo: el paseo, el calor y el sol de abril son la vida en ese momento. Vivir es disfrutarlos aquí y ahora. Pensar en mañana es desperdiciar el tiempo. Si pensamos, si indagamos en los rincones oscuros del alma, nos percatamos de todo lo que nos falta. Las necesidades crecen exponencialmente según sea nuestra adaptación al entorno. El abuelo pasea, se sienta, toma el sol, vuelve a casa, toma un vino, echa la siesta. Yo me dejo llevar por los pensamientos. Reflexiono, anticipo, escruto, indago y caigo en la cuenta de todo lo que me falta.
¿Qué es mejor? No creo que haya respuesta. No tenemos dos opciones y escogemos una. Lo llevamos en la sangre, en los genes. Uno no puede saciarse si no sabe lo que quiere. El mundo avanza por la curiosidad que nos espolea. Las ansias por desentrañar misterios, por desvelar secretos, por resolver enigmas nos empujan, hacen que marchemos de prisa y la prisa nos hiere. Cerramos los ojos a lo cotidiano y el descanso se aleja de nosotros. Otros, en cambio, parecen sacar partido a todo lo que hacen. Disfrutan del sol y de la lluvia, del invierno y del verano. Les basta contemplar un paisaje, darse la mano, vivir en la tierra, dormir a pierna suelta. Están adaptados al medio.
Los inadaptados buscamos incesantemente. El signo de nuestras vidas es el interrogante. Despreciamos las cosas, hacemos poesía con el horizonte, buscamos a Dios, plantamos cara a la muerte y tratamos de explicar el arte. La venganza contra los abuelos-lagartos es pensar en alto, exponer complicadas teorías, escribir libros sobre el ser y la nada, preguntar el porqué de la mota de polvo, sufrir para crear, despreciar al que no entiende, al que no busca, al que no se pregunta absolutamente nada.
Me solía consolar pensando que solo los niños podían vivir plenamente cada momento. Creía que solo ellos, en su novedad, estaban adaptados al medio. A los niños no se les pide más que eso, que sean niños, que vivan fuera del tiempo. Más tarde, la conciencia de la ignorancia nos despierta bruscamente. Conocer se nos plantea como un reto y a él nos lanzamos de cabeza, algunos. Hay quien prefiere aceptar las cosas como parecen. Tomar la vida como viene, jugar a ser espectador en vez de intérprete.
¿Qué nos hace tratar de conocer lo incognoscible? ¿Por qué nos empeñamos en comprender lo inaprensible? ¿Qué descomunal fuerza nos empuja? ¿Qué diferencia hay entre el que vive y el que busca?
Las hormigas llevan siendo las mismas hormigas desde hace millones de años. El ser humano evoluciona y nunca acaba de adaptarse. Desde que el fuego iluminó la oscuridad primigenia, no ha dejado de buscar. En el camino, muchos han desistido, han preferido vivir pegados a la tierra, no escudriñar en el significado de las cosas, no ir más allá de la física. Son ellos los que miran con sorna al que pasa a su lado deprisa, al que pretende escarbar en las profundidades del ser, y se ríen por ver a tantos aferrarse a una esperanza tan vana. ¿Por qué se expande el universo? ¿Dónde empieza lo que nunca acaba? ¿Qué se esconde en el alma? ¿Acabará todo en nada?
El abuelo abre los ojos y se levanta. Agarra el bastón y se echa a andar con calma. El mar es agua y es azul, la brisa le refresca la cara. Hoy es hoy y no es mañana. Jamás ha pensado qué hay tras del horizonte. Piensa en la comida que le espera, en la partida de cartas que por la tarde jugará con sus amigos y en el cigarro que fumará a escondidas. ¿La muerte? Que espere. Él todavía no ha vivido bastante.
Sigo mi camino. Pienso en el abuelo, imagino la vida que habrá llevado. Como no la conozco, me la invento. Miro al mar, no veo agua, veo una inmensidad palpitante y no puedo poner nombre al color que tiene.
Then go
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