Los Reyes Magos se han marchado sigilosos. La Navidad también se fue con ellos. Bing Crosby hace ya días que no canta y las lucecitas de colores ya no parpadean. Miro ahora el calendario y veo ante mí una estepa solitaria, fría y aburrida. Igual que cuando niño, me niego a aceptar la vida normal. Detesto que me impongan lo cotidiano. No consigo desatar el nudo que atenaza mi estómago. Permanezco clavado en momentos que hace unos días llegaron a ser lo rutinario.
No pido mucho: levantarme sin despertador, el más atroz y pérfido invento humano, pasear, comer sin prisa, ver una película a media tarde, escribir tranquilo por la noche y no en un autobús como ridículamente estoy haciendo ahora.
Quiero leer hasta que los ojos sean derrotados por los sueños. Necesito andar sin rumbo, quedarme quieto, pensar en cosas inauditas, olvidar que existen los minutos. Quiero mirar por la ventana y sentirme ajeno a la inercia que gobierna el mundo y la vida. Quiero ser parásito, formar parte del excedente y alimentarme de sonrisas verdaderas. Quiero no sentir jamás pereza, hastío. Quiero hacer preguntas sin respuesta. Quiero ser caracol y llevar mi casa a cuestas. Quiero hacer fotografías de paisajes en la niebla, de hombres y mujeres abstraídos, de paredes al sol del mediodía. Quiero pasar las horas mirando los colores y luego volver al blanco y negro que me calma. Quiero tomar un café con cafeína. Quiero que me señalen con el dedo, que me llamen raro y no serlo.
Quiero quedarme aquí sentado mirando mi mesa blanca, mi lámpara de colores, mis lápices y mis rotuladores. Quiero que el sonido de las teclas me acompañe. Quiero mirar a mi derecha y sonreír al veros. Quiero ser lobo solitario pero no solo.
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