Despertó en medio de un bosque tumbado sobre un charco de sangre. Lo primero que hizo fue palparse todo el cuerpo pero no encontró ninguna herida. No recordaba absolutamente nada. No podía entender cómo había llegado hasta allí. Trató de recordar. Se le hacía imposible. Un muro infranqueable se alzaba ante él. De repente, como un relámpago en una tormenta, se hizo la luz durante una décima de segundo. Ese chispazo sólo le permitió ver la imagen de una taza de té caliente. Se vio a sí mismo en un café. Sentado solo ante una mesa. Eso fue todo. A partir de ahí, nada. El instante de luz se desvaneció y todo volvió a ser opaco.
Aterido de frío, asustado y con la ropa empapada de sangre intentó pensar con claridad en medio de la oscuridad de la noche. Los árboles y un sin fin de ruidos nocturnos le atenazaban. Era incapaz de levantarse. Trató de calmarse. Oyó claramente el ulular de un búho pero no pudo verlo. Fue un sonido terrible. Sonaba desesperado. Parecía un grito de muerte. Se percató de que estaba temblando. Miró sus manos manchadas de sangre y el asco y el miedo le ayudaron al fin a erguirse. Una vez de pie comenzó a andar entre los árboles del bosque. No sabía dónde estaba. Cualquier dirección era posible. Siguió andando por el camino que marcaban sus pasos. Las ramas mecidas por el viento parecían hablarle. Imaginó voces. Intuyó caras escondidas entre las sombras y supo que estaba perdido a merced de la noche y los sonidos que la pueblan. Echó a correr, pero cada paso que daba le internaba en un bosque más y más profundo. Saboreó el amargo sabor del miedo. Quiso despertar de aquella pesadilla. Soñó con un mundo poblado de luces, voces y olores reconfortantes. Se detuvo entonces. Miró el mundo oscuro y real que lo rodeaba y supo sin lugar a duda que estaba completamente solo. Toda la sangre del mundo alimentaba aquel lugar negro y profundo. Todos los recuerdos habían huido. En un claro del bosque se detuvo, miró a lo alto y allí no había nada. Ni estrellas, ni luna. Todo era negrura. Se dejó caer al suelo y lloró como nunca antes lo había hecho. Lloró hasta que no tuvo más fuerzas. Lloró hasta quedar dormido en ese claro sin luna.
No pudo soñar y despertó. Comprobó sin asombro que el mundo había desaparecido. Ya nada era. Ya nada estaba. No había bosque, no había árboles, no había tan siquiera sangre. Silencio sin luz. Tan solo olvido.
Se levantó y caminó. Caminó eternamente tratando de hallar un horizonte. A la vuelta de un recodo imaginario encontró una taza de té humeante. La agarró con fuerza, lloró otra vez. Vivió, desde entonces, aferrado a su recuerdo.
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