El primer día del año

El primer día del año me pilló en la carretera. Día extraño para viajar y extraños, por escasos, los vehículos que se dejaban ver por el camino. Viajar así es viajar de otra manera, a solas en un espacio desierto, a solas y como fuera del tiempo.

El mundo entero desperezándose en el nuevo año. Estómagos llenos, cabezas embotadas por los excesos de la víspera y yo allí, en medio de la nada.

Paré a comer en un bar de carretera. No parecía el uno de enero. Tan sólo unas pocas mesas ocupadas. Yo, en la mía, tratando de averiguar, mientras comía, de dónde venían y adónde iban aquellas personas que como yo se detenían a comer el primer día del año tan lejos de todo y tan cerca de nada. Frustrado por la falta de respuesta, pagué la cuenta y seguí camino en la primera tarde del año.

Cuando llegué la casa estaba fría y desolada. Fue necesario abrir puertas y ventanas, dejar entrar la luz que aún quedaba. Con la chimenea llegó el calor y la vida. El crepitar del sarmiento dio luz, color y calor a la vida dormida del invierno.

Al caer temprano de la tarde, con la llegada inesperada de la noche, la casa parecía ya una casa. El jardín dormido pero la casa despierta. Rodeada de oscuridad pero viva. Me senté a descansar en el sillón y pasé un rato quieto, observando el fuego sólo. El baile interminable de las llamas. El calor me adormeció y cerré los ojos. Pensé en el año recién ido y en el año recién comenzado. Como siempre surgieron entre las rendijas de la consciencia memorias y recuerdos, proyectos, miedos y esperanzas. Pero allí sentado frente al fuego con los ojos cerrados comprendí que no hay nada más eterno que el presente.

Feliz año. Feliz presente.

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