Existe una tendencia, desde mi punto de vista, exagerada, a alabar siempre el término medio. Parece haber acuerdo en que en él reside la virtud. Ni frío ni caliente, mejor templado. Según este planteamiento, todo aquello que queda en los extremos es sospechoso y se mira siempre con recelo. El centro es considerado punto de encuentro. El punto de encuentro se tiene por favorecedor del diálogo y el diálogo, visto de este modo, es monopolizado por los seguidores de la vía de en medio.
Tengo para mí, aunque no vaya a ganar muchos amigos diciendo esto, que en no pocas ocasiones el centro no es más que un refugio de melifluos e inconsistentes. Tal vez bienintencionados, pero blandos.
A quien no quiere ser equidistante, a quien antepone lo que piensa a lo negociable, a quien habla de utopías sin ruborizarse se le tacha de radical al menor descuido. Ser radical está mal visto porque el marketing ideológico imperante lo sitúa en las antípodas del consenso y el diálogo. Los radicales son tenidos así por antisociales y lejanos, en cualquier caso, de la democracia, la paz y de unas sosegadas relaciones humanas.
El absurdo de todo esto es llegar a la conclusión de que decir claramente lo que uno piensa es peligroso. Llamar a las cosas por su nombre no es correcto y dificulta la comunicación. Ésta, la comunicación, se daría mejor, paradójicamente, entre personas oscuras, entre aquellos que nunca dicen A o B sino todo lo contrario. La sinceridad perjudica seriamente la comunicación. Ver para creer.
Ser radical se muestra como sinónimo de intransigencia, pero esto no cumple la propiedad conmutativa. Los intransigentes sí son radicales, pero los radicales no tienen por qué ser intransigentes. Esta es la trampa. Todo esto no deja de ser más que palabrería, marketing electoral. Se presenta al radical como al nuevo diablo. Ese que, de no ver sus aspiraciones cumplidas, no se detendrá en las palabras y, sin pensarlo dos veces, sacará la hoz, el martillo o, llegado el caso, la metralleta.
Un radical expone sus ideas claramente. Propone los cambios que considera necesarios por extremos que puedan ser o parecer. Ni más ni menos.
¿Cómo definirnos, entonces, cuando tenemos una opinión clara y concisa sobre algo? Si la expresamos sin titubeos, se nos tacha de beligerantes. Lo correcto es expresarla con cuidado, con respeto a los otros y a sus opiniones.
No. Nunca me cansaré de repetirlo. Las ideas u opiniones no son respetables en sí mismas. Sólo lo son las personas que las piensan o dicen. La hoz puede segar ideas, pero no cabezas. Yo digo lo que pienso y no respeto aquello que no me parece respetable. Si esto es ser radical, bienvenido sea. Al menos resulta de lo más higiénico.
Es detestable un mundo en el cual nadie habla claro. Unos por no tener ninguna idea que expresar claramente y otros porque o no quieren o no se atreven a decir lo que piensan. El que no se atreve es o una víctima o un cobarde y el que no quiere es un mero especulador, un calculador que antes de hablar sopesa siempre el rédito que le van a producir sus palabras. De estos últimos los hay en todas partes. En la política, casi todos; en el periodismo son mayoría absoluta. La moda de no herir sentimientos, de no mojarse, de temer más al qué dirán, se ha extendido también a la vida cotidiana y las personas nos relacionamos sin decir casi nunca lo que de verdad pensamos.
Los seguidores de esta forma de pensamiento la defienden porque la consideran la base necesaria para la convivencia y el diálogo.
Somos testigos todos los días de acontecimientos que no admiten más que una opinión clara a favor o en contra. En vez de expresarla, terminamos no diciendo nada, siendo ridículamente ambiguos por miedo a ofender o, en el peor de los casos, a desnudarnos ante los demás. Contribuimos con este comportamiento a crear un mundo donde quedarse callado es mejor que hablar, asentir mejor que opinar y donde ocultar lo que uno piensa, tiene, vota, gana o ama es de buena educación. Preguntárselo a otro denota un pésimo estilo. Vivimos bajo el imperio de la intimidad mal entendida.
Si alguien nos dice sin ambages lo que piensa o nos lo pregunta abiertamente a nosotros, nos violenta. Esgrimimos orgullosos nuestro derecho al secreto y al silencio. Si insiste, lo tachamos de radical y le espetamos convencidos de que si todos hiciéramos lo mismo, la convivencia sería imposible. Moderación, templanza, ambigüedad por encima de la sinceridad, equidistancia imposible, prudencia, silencio por temor a las consecuencias, negociación más allá de la idea, consenso sin contraste, centro como remedio, terror a los extremos, miedo siempre a lo desconocido, palabras huecas, lugares comunes, respeto mal entendido. Centro, medio de todo y de nada. Hablar, hablar, hablar y no decir nada.
Cuando ser sincero llega a ser tenido por peligroso, cuando consideramos que aquel que dice lo que piensa es un intransigente, cuando se confunden educación y diplomacia, cuando lo ambiguo se tiene por discreto, cuando callar es mejor que hablar, es que hemos tocado fondo.
En el fondo, como en el medio, eso es seguro, la virtud no habita. Ya sólo nos queda subir a la superficie y buscarla.
Let’s radical.
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