El hombre que vendía calcetines

Esta mañana he dado un largo paseo por un mundo desierto. El cielo estaba azul y el sol de invierno iluminaba el día con su luz transparente. He recorrido caminos solitarios. Sólo algunas flores blancas a los costados.

El campo estaba dormido, oscuro, ajado. Sólo algún verde aislado y el marrón de la tierra removida tenían cierta vida.

Árboles desnudos, sin sombra. Parecían tener frío.

He seguido mi camino escuchando el sonido de mis pasos sobre la tierra. He dejado que la luz y el frío me acompañaran. Invierno hecho día.

He llegado a un pueblo que parecía vacío. Las calles desiertas, las casas cerradas, chimeneas sin humo.

He buscado alguna señal de vida. Algún sonido perdido. Una voz, un ladrido. Nada. Todo era silencio. Las casas de piedra. Luces y sombras en las fachadas. Alguna flor olvidada.

Creo que he recorrido todas sus calles, he dado vuelta a todas sus esquinas  y no he visto ni un alma. Cuando ya me iba, rompiendo el sonoro silencio ha llegado un coche. Cuando me ha adelantado yo estaba detenido junto a una ventana cerrada.

Calle arriba he visto a un hombre descender del coche. Llevaba una bolsa en su mano. Ha mirado a su alrededor y no ha encontrado a nadie. Justo cuando parecía marcharse me ha oído llegar y se me ha acercado. Buen hombre, me ha dicho, pasaba por aquí, ha abierto su bolsa, y me ha ofrecido comprarle su mercancía. Ando por aquí, vendiendo calcetines. Torpe de mí, avergonzado de estar paseando, mirando paredes y flores, le he dicho que no. He musitado una excusa y me he ido deprisa. Sólo unos segundos más tarde le he visto alejarse en su coche.

Buen hombre, me ha dicho, y me ha impresionado. No se me iban las palabras de la cabeza. Sólo sentía arrepentimiento por haber escapado y no haberle comprado nada. He vuelto a recorrer las calles del pueblo y no le he encontrado. En los pueblos desiertos nadie compra calcetines. Aturdido he vuelto al camino y no he podido dejar de pensar en el hombre que me había llamado buen hombre.

Camino de casa, me he detenido en la ermita.

Paseando entre sus arcos de piedra he rogado al dios en que no creo que ayude a los hombres y mujeres que tienen que vender calcetines en pueblos perdidos para ganarse la vida. He pedido también perdón por huir a toda prisa de los problemas ajenos.

Cabizbajo he pasado un rato más tarde junto al árbol desde el que se divisa mi casa.

Ahora, ya caída la tarde, el cielo azul oscuro, casi negro, rememoro el paseo que hace sólo unas horas he dado. Se me han borrado las luces, el sol, los caminos, las casas y las ventanas. No recuerdo ya las pocas flores ni los árboles desnudos. Recuerdo, sin embargo, claramente, la cara del hombre que me ha llamado buen hombre y me ha ofrecido comprarle unos calcetines. Siento aún, cuando le miro, vergüenza y arrepentimiento.

La luna asoma y yo entro en casa.

Imagino que será la misma luna que mira el hombre que vende calcetines.

 

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