Como todos los días

Esta mañana he venido, como todos los días, andando a trabajar. Cincuenta minutos para estirar las piernas y despertar el alma. Todos los días hago el mismo recorrido y lo hago casi con total precisión y a la misma hora. Yo no soy prusiano ni vivo en Königsberg pero en esto rivalizo con el propio Kant y como él me siento el hombre reloj.

Es febrero y a esas horas todavía está de noche. Eso me gusta. El amanecer es para observarlo y yo en mi paseo diario al trabajo miro siempre para adentro. Fuera es mejor que permanezca lo oscuro.

Tengo posibilidad de tomar diferentes caminos pero me gusta tomar siempre el mismo. Las mismas calles, los mismos recodos. Las mismas luces, las mismas pocas personas que como yo caminan ensimismadas hacia sus destinos.

Hoy el termómetro marcaba un grado bajo cero. Los coches aparcados estaban cubiertos por una fina capa de escarcha y yo tenía que meter las manos en los bolsillos de mi abrigo.

Casi siempre camino escuchando música. Ella acompaña mis pasos y sin ella los sonidos de la ciudad se me hacen extraños. A través de la música voy pasando del sueño hace un rato abandonado a la vigilia necesaria para afrontar el día. La música me aísla, me concentra y hace que la depresión matutina se vaya diluyendo en sentimientos más llenos de vida.

Buena parte del camino transcurre junto al mar, pero, no sé por qué, se me olvida mirarlo. Alguna vez, si me detengo, sí lo veo y lo contemplo pero en general paso de largo sin verlo. No sé darme una respuesta e este extraño comportamiento. Será que prefiero la tierra, el asfalto, el cemento y el acero.

Hoy pensaba en Siria y en Turquía y en el terrible terremoto que han padecido. Ayer recibí un mensaje de Acnur pidiéndome un donativo. Yo quise donar veinte euros pero me equivoqué y puse noventa en vez de veinte. Mi primera reacción fue la de tratar de modificar la cifra. Después me arrepentí y tras verme como un miserable tacaño, dejé los noventa aunque sé que en mi conciencia solo valen veinte.

El mismo terremoto no habría producido ni una sola víctima en Japón. Los turcos y los sirios se mueren por la pobreza no por que la tierra se mueva. Pensarlo duele. Verlo hecho realidad avergüenza. Sus casas se les vienen encima, sus casa les matan no por la escala richter sino por que están hechas de cemento, miseria y abandono.

Al llegar al trabajo, como todos lo días, he abierto la puerta de mi despacho, he colgado el abrigo en la percha, he encendido el ordenador, me he sentado a mi mesa y he sacado mi agenda, este año roja, de mi mochila negra para mirar lo que yo ya sabía que me depararía el día. Haberlo dejado escrito me tranquiliza, me permite dejar de pensar en lo que tengo o debo hacer y es, al abrirla, cuando repaso las labores y los días.

Hoy es viernes y los viernes no tengo clases. Tengo tres reuniones. La primera con la profesora encargada de acercar, de alguna forma, los objetivos del desarrollo sostenible a la vida diaria del centro. La segunda con dos profesores que ayer estuvieron en una actividad con varios grupos de alumnos que presentaban proyectos de negocio innovadores. La última y más peliaguda es para tratar el caso de una alumna que, recién salida del hospital, se reincorpora a clase tras un intento de suicidio. Esa extraña combinación de lo grandilocuente con lo humano, de las grandes palabras y la falta de medios le hace a uno reflexionar y dar mucha más importancia a la alumna que a todas las Agendas 2030 del mundo y a todos los emprendedores que buscan conseguir todo hoy como si no hubiera un mañana.

Qué le digo yo a esa alumna que cuando habla se araña las manos, cómo le hablo de clases y exámenes cuando su vida está desde hace tiempo en otra parte. Con qué medios cuento para ayudarle. No tengo 17 objetivos globales interconectados diseñados para ser un plan para lograr un futuro mejor y más sostenible para todos. No me basta con desarrollar las competencias del alumnado para convertirlos en buenos profesionales. Necesito ayudarle y es tan poco lo que puedo darle.

Entre reunión y reunión prepararé clases, corregiré trabajos pendientes y organizaré la agenda de la semana que viene. Así, como todos los viernes, querré irme tranquilo dejando anotadas en la libreta roja todas las tareas pendientes.

Volveré a casa otra vez caminando. Esta vez rodeado de gente. Con prisa, con hambre y con ganas de sentarme a la mesa en la cocina, comer, escuchar la radio y sentarme en mi sofá después y pasar veinte minutos entre este mundo y el otro consciente e inconsciente al mismo tiempo.

No me gustan las tardes. Las horas que van entre las cinco y las siete me las saltaría. Me las añadiría a otro momento cualquiera del día. Ni me gustan esas horas ni me gustan el color y la luz que transmiten. Las paso en casa, ocupado en que pase ese tiempo que a nada invita.

Al atardecer, ya todo cambia. Encender las lámparas, ver los colores que se crean, tomar un te verde. Decidir si permanecer allí quieto o marcharme a recorrer otra vez las calles, o a encontrarme con alguien. Ese mundo de luces artificiales sí me gusta. Dentro y fuera.

Dar un paseo, tomar una cerveza, hablar de todo, como todos los días. Quedarme en casa, mirar libros, poner orden, escuchar música y descubrir casi siempre algo nuevo. Preparar la cena. Ver una película.

El día se acaba y yo, como todos los días, me voy a la cama, me como una onza de chocolate negro y me pierdo en las páginas de un libro. Ese tiempo, todos los días repetido, me gusta tanto por ser tiempo como por ser repetido y no me canso de abrir el libro que siempre me espera en la mesilla.

Como todos los días, se me hace tarde, duermo poco y ese escaso descanso se ve siempre interrumpido por un ridículo despertador que osa introducirse en mis sueños y lanzarme de nuevo a la vida.

Como todos los días, obedezco, me levanto, me ducho, me visto, desayuno y me lanzo a la calle para caminar durante cincuenta minutos para así estirar las piernas y despertar el alma y sentirme un nuevo Kant que marca con precisión la hora en que comienza un nuevo día.

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