Acabo de quedarme solo. He subido las escaleras, camino de mi despacho. Solo he encendido el flexo de la mesa. Ahora puedo oír las teclas sonar. No hay música, no hay nadie excepto yo y mis circunstancias. Llevo unos meses acompañado de un molesto zumbido en mi oído izquierdo. Nunca me abandona. Tinnitus pulsátil se llama y parece que ha venido para quedarse. Solo estoy bien cuando algo me distrae de su presencia. He pasado de adorar el silencio a anhelar el ruido que todo lo encubre. Apoyar por las noches la cabeza en la almohada ya no es más un momento de reflexión que se va diluyendo en el sueño. Ahora es la presencia aguda de mis propios latidos que resuenan en mi oído. Ahora es temor, ahora es miedo a perder el control e imaginar que el ruido que todo lo llena por dentro se haga cada vez más fuerte, más presente. Ahora, cerrar los ojos se me hace difícil porque él está siempre ahí acechando.

También estos días están llenos de recuerdos de momentos y tiempos que ya no volverán. Este va a ser mi último junio sentado a esta mesa, mi último junio que finalizo aquí solo, cuando ya todo el mundo se ha ido, cuando todos se han llevado consigo proyectos y viajes para este verano que empieza lentamente como siempre para acabar como siempre volando. La costa oeste, Tánger, Cádiz, Extremadura, Finlandia, Dublín, Gante y Galicia, entre otros destinos, todavía en la imaginación y en las ganas de los que se van. Lugares que pasarán a ser recuerdos en cuanto los engulla el tiempo. Lugares que serán contados y añorados, lugares de un tiempo ya pasado que traerán sonrisas y melancolía a partes iguales. Lugares que serán sustituidos por otros lugares y por otros tiempos que acabarán, como todo, siendo de nuevo recuerdos.

Mi entorno sigue estando ocupado por papeles, libros, carpetas, lápices, un pequeño calendario donde un pintor se apoya en la trasera de un cuadro, espacio en blanco lleno de números negros y rojos. Hoy toca veintiocho. Para mí, el último y el primero. La mesa está llena de cosas y anhela el orden como yo lo anhelo. Deseo, el mío, vehemente de vaciar lo que está ocupado, de quitar lo que estaba puesto, de ordenar lo desordenado. Me quedo mirando el lápiz amarillo, la agenda verde, la carpeta marrón llena de papeles blancos. Me quedo mirando el mudo teléfono, la goma de borrar, el rotulador azul y las páginas abiertas de un libro que cerraré, esta vez sí, por última vez. Cerrar un libro es condenarlo a la oscuridad y al silencio eternos. Solo el azar o nuestra voluntad pueden darle luz de nuevo. Miro con cariño el vaso de cartón arrugado donde he tomado mi último café de junio, del curso, del año y de la vida que hasta ahora había vivido. Miro con ilusión y con cierta inquietud lo que está aún por llegar, el futuro cierto que para mí seguirá siendo incierto. Miro los días que todavía están escondidos en el calendario.

El verano detrás de la ventana debería ser azul, pero se mantiene gris como si aún no tuviera color alguno. El verano que para mí siempre ha sido amarillo tiene cada vez más colores porque ya no somos uno sino cuatro y cuatro horizontes tienen más colores que uno. El verano que siempre se desea de antemano pero que luego, cuando llega, es menos deseado. El verano siempre promete, pero no siempre cumple su palabra. Yo, con el tiempo, prefiero a veces los otoños, los inviernos y las primaveras, que son más rutinas y menos promesas. Cada vez me gusta más medir el tiempo que se repite que la ausencia de cosas firmes y seguras, cada vez me gustan más los caminos trillados que los inmaculados. Cada vez me gusta más repetir palabras viejas que inventar y pronunciar nuevas. Ser y estar a la vez, confundidos.

Este mes he dado mis últimas clases, este mes he hablado por última vez con mis alumnas y alumnos, y cuando me preguntaron si el curso que viene también les daría clase, yo les mentí y les dije que sí para ver en sus caras alguna sonrisa y alguna pequeña celebración que yo guardaré como íntimo recuerdo, como signo de sentido y referencia. Cuando di mi última clase salí del aula como si nada especial sucediera, como si mañana siguiera siendo mañana. Cerré la puerta y me fui, así de simple y definitivo.

Se hace tarde y es tiempo de recoger mis cosas. Es tiempo de anotar las últimas palabras en mi agenda, de hacer sonar las últimas teclas. Se hace tarde y escucho el zumbido en mi oído, pero también el ruido de voces en la calle. Se hace tarde y es tiempo de cerrar libros, puertas y ventanas, es tiempo de confundirme entre las personas que caminan al otro lado de estas paredes y diluirme entre ellas, sus pasos y sus voces.

Sólo una voz entre ellas se me hace verdad, sólo una voz distinta y clara, sólo una voz que me canta al oído para ocultar el pertinaz zumbido, sólo una voz que me recuerda que esta vez sí, los tiempos están cambiando.

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