Frío. Dos grados. El campo cubierto de niebla. Gris. El suelo húmedo. Los árboles desnudos. Los pájaros no se detienen. El sol se presiente oculto tras el cielo blanco. Es temprano. El jardín dormido. El almendro que parecía muerto ha renacido. Está desnudo pero vivo. Los granados y la higuera extienden sus ramas ahora ligeras. Los olivos verde invierno.
La casa más casa que ayer, ahora ya caliente. La chimenea es siempre el centro de la mirada. Las llamas se comen la madera ávidamente. Los cristales de las ventanas aun mantienen el rocío de la noche. La cama todavía deshecha incita a meterse en ella, quedarse allí y ver pasar el tiempo. La mañana se instala lentamente. Desde la casa el jardín más plata que verde.
Sentado ahora a mi mesa grande. Un café humeante. Música. Jazz noir. Abro mi carpeta roja. Saco los papeles blancos llenos de palabras. Muchas se irán otras me las quedo. Escribo negro sobre blanco. Un sorbo de café, también negro. Todo se detiene. Sólo la música vuela. Escucho y asiento. Me gusta el invierno en esta casa caliente. Los cristales empañados. El jardín perezoso. El campo infinito delante.
El mundo entero cabe en una casa. El tiempo eterno en un instante. Todas las palabras en el silencio. Todos los sentimientos en la música que según llega se desvanece.
Invierno blanco, gris y negro. Invierno frío y caliente. Invierno desnudo y distante más allá de las ventanas. Invierno acogedor y cercano sentado aquí a mi lado. Escribiendo palabras conmigo y escuchando también la música que todo lo llena.
Invierno lleno y vacío. Invierno, como siempre, después de todo.
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