Sospecho de casi todos los que ensalzan la palabra patria. Huyo de quienes la utilizan constantemente. No me gusta casi nadie que se declare patriota. Me intento convencer de que, como en casi todo, hay excepciones. Me cuesta, pero lo hago. Quien hace la ley, hace la trampa. Casi siempre que se pone la patria por delante, cruzo los dedos porque sé que nada bueno vendrá después. «Hasta la victoria siempre» suena bien; «patria o muerte», no. Lo tengo muy claro.
Yo no soy de España ni de San Sebastián. Tampoco soy europeo ni del País Vasco. Soy, más bien, del soul, del rhythm and blues y del rock and roll. La música es lo más parecido a una patria que conozco, el único lugar con el que me identifico. En mi patria no hay lazos jurídicos; históricos sí, imposible soslayarlos, pero sobre todo, los lazos afectivos son lo que dan identidad al único sentimiento de pertenencia que reconozco. Mi patria es una voz desgarrada, un órgano Hammond y la música hecha con las tripas. Yo nací en el país de la música de Van Morrison, sentí con las palabras encadenadas de John Martyn, conocí el asombro en las tierras de Tom Waits, crecí con la poesía de Leonard Cohen y aprendí a escuchar escuchando a Bob Dylan. Ellos son mi patria. Ellos son el territorio con el que me identifico y al que pertenezco. Me siento más cercano a Minnesota que a otros muchos lugares que sí he pisado. He comido un bagel frente al edificio donde está retratado en Montreal; al mirarlo me sentía en casa. Nunca he estado, ni creo que lo haga, en Pomona, California, pero es un lugar de mi geografía particular. El lugar más preciado de Inglaterra siempre será New Malden, aunque no sepa encontrarlo, y mi casa siempre estará en Cyprus Avenue en Belfast. Allí no veo disparos ni enfrentamientos; veo, mejor escucho, la verdad salida de una garganta.
Patria y geografía que cada uno se va formando. Nada tienen que ver con el lugar en el que a uno le toca nacer. Geografía que se va creando y ensanchando con el tiempo, lugar al que siempre se quiere volver, sentimiento que conforma la única patria posible: la que nosotros decidimos adoptar. Siempre es más importante querer y pertenecer a lugares que nosotros hemos escogido que a sitios en los que simplemente nos tocó abrir los ojos.
Las patrias, como siempre he pensado, nunca tienen banderas. La mía, las mías, tienen paredes, sonidos, paisajes reales e imaginados, ojos que a veces me miran. La patria nunca jamás se puede representar en un mapa. Mi patria tiene muchas más cosas verdaderas que ríos, ciudades, pueblos y fronteras. Las patrias han de ser abiertas; los patriotas sobran, ellos solo empequeñecen y cierran ojos y oídos a todo lo que tiene que ser visto y oído.
Todos deberíamos ser hijos adoptivos, elegir la patria en la que vivir y dejar que el tiempo la vaya construyendo. Así patria y casa llegarán a ser una misma cosa.
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