El más inútil empeño que puede acometer un hombre es el de ponderar alternativas, el de intentar adivinar y preocuparse por ello, la vida que hubiera podido haber vivido si las circunstancias no le hubieran orientado hacia un determinado futuro. Sin embargo, este es un error en el que, cuando somos víctimas de la mala suerte, casi todos incurrimos. (William Styron)
Es curioso que me haya encontrado con este texto justo en los días en que andaba yo cavilando sobre este tema. Yo no me considero desafortunado, a pesar de ello, maldigo las incontables horas perdidas tratando de imaginar qué hubiera sido de mí si en vez de haber tomado una decisión hubiera tomado otra, si en lugar de haberte conocido hoy te hubiese conocido ayer, si hubiera nacido allí en vez de aquí o si hubiera dicho sí en lugar de decir no.
Lo que empieza siendo un entretenido pasatiempo acaba convirtiéndose en una obsesión. La duda y la inseguridad acaban aposentándose en nuestras vidas y toman el timón de nuestra nave sin que tan siquiera nos percatemos de ello. Errar es humano. Dudar también. Tomar decisiones con responsabilidad es, sin duda, el paso que marca el adiós a la infancia y da la bienvenida a la edad adulta. La madurez, sólo llega, si llega alguna vez, cuando somos capaces de afrontar las consecuencias de nuestros actos y decisiones. Lo hecho, hecho está, y de nada vale perder miserablemente el tiempo imaginando otra vida posible, puesto que no la hay. Nuestras decisiones, buenas o malas, acertadas o no, son las que trazan nuestra biografía. Rectificar es de sabios. Nadie lo duda. Pero rectificar es tomar conscientemente otra opción, distinta de la anterior, incluso opuesta. Nada tiene que ver con lamentarse estérilmente por lo hecho.
Si hubiera sabido lo que iba a ocurrir, no lo habría hecho. Yo tampoco. Pocas frases tan necias como ésta. El que no haya sido necio alguna vez que lance la primera piedra. La lección que debemos sacar de esto es que tomar decisiones implica riesgos, pero estos riesgos son los que dan sal a la vida, aunque a veces cometamos errores y la vida se nos haga demasiado salada. Podemos analizar hasta la extenuación los condicionantes que determinaron nuestra forma de actuar, podemos también medir al milímetro las consecuencias que tuvieron nuestros actos. Lo que nunca podremos hacer es dar marcha atrás y cambiar el curso de los acontecimientos. En última instancia, si estamos arrepentidos, sólo nos queda el consuelo de rectificar, si ya no es demasiado tarde. Lo que deberíamos desterrar de nuestra mente es la inútil pérdida de tiempo en el lamento, en el «si yo lo hubiera sabido», en el «qué habría pasado si».
Una vez más, la incapacidad de aceptar que somos responsables de nuestros actos y decisiones nos lleva a refugiarnos en casa del destino. Él es el responsable, él decidió por mí, yo no tuve otra opción. Desengáñate, sí la tuviste y estaba a tu alcance. Acepta que tú eres soberano en tu vida y lamenta sólo cuando tu conciencia te grita al oído y te recuerda constantemente lo que tú ya sabes, aunque juegues a no admitirlo: que hubo razones oscuras y turbias que te empujaron a actuar de determinada manera. Entonces sí, laméntalo y sé sabio; rectifica, no tienes más opción. Y grábate con fuego en la frente que el destino lo escribes tú. El éxito o el fracaso de tus empresas no están marcados de antemano. La vida no hace trampas, las hacemos nosotros. La más grande de ellas, inventarnos el destino.
Jugar es bueno, nunca debemos dejar de hacerlo. Hacer trampas puede ser divertido. Ser tramposo es algo diferente. Tomarse la vida como un juego tiene el riesgo de que nos creamos que las reglas están ya escritas. Si nos gustan, nos dan seguridad y nos agarramos a ellas como a un clavo ardiendo. No tenemos nada que pensar ni que decidir. Si no nos gustan, no nos queda más remedio que hacer trampas, algo externo nos obliga a hacerlo. En ambos casos la misma conclusión: irresponsabilidad. Nada nos conforta más.
Ni dios, ni el destino, tal vez el azar, pero decir el azar es no decir nada, nos arrebatan la responsabilidad de nuestros actos. Por mucho que lamentemos que esto sea así, no nos queda otro remedio que aceptarlo y ser valientes, pues valentía es lo que hace falta para vivir. Los cobardes no viven, vegetan, a veces juegan y pierden, siempre pierden.
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