Tener certezas nos cuesta la vida. Vivir en la duda perpetua, en la indefinición y considerar que todo es relativo nos somete a una tensión intelectual que, salvo inconscientes o ignorantes, es muy difícil de sobrellevar. La certeza ofrece seguridad y nos permite olvidar las innumerables cosas de las que no sabemos nada. Cuando no se puede argumentar una verdad, se da un triple salto mortal para caer en la más irracional de las certezas: la fe. Cuando no permitimos que esa fe sea cuestionada, caemos en el fanatismo. La diferencia entre el fanático y el creyente es que el primero nos quiere imponer a todos los demás su creencia. El fanático no se cuestiona nada, da por hecho que se halla en posesión de la verdad y por eso nos la impone; si es necesario, no duda en hacerlo por la fuerza. Es el grado más alto de paradoja intelectual que podemos llegar a conocer: el que no sabe, el ignorante, el fanático es el que cree conocer la verdad y la impone a sangre y fuego al que sabe mucho más que él. Sé que los creyentes en cualquier cosa negarán lo irracional de sus creencias. Es lógico, en ello les va la solidez de su existencia. Tener fe no expresa más que la voluntad de creer en algo sin tener que hacerse preguntas sobre ello. No es poco. Con los fanáticos no tengo que preocuparme, saben tanto que no les hará falta leer este estúpido texto para contradecirme o simplemente rebatirme. Los fanáticos repelen la razón de la misma manera que la naturaleza repele la línea recta. Es una pérdida de tiempo tratar de razonar con ellos. Solo hay una cosa que no nos sobra, y esa es precisamente el tiempo.
La ciencia infusa no existe. Certeza y fe buscan el descanso y la seguridad. Queremos con ellas construir la casa empezando por los cimientos. La duda, sin embargo, se nos antoja como hacerlo desde el tejado. Si uno hiciera un análisis exhaustivo de cuáles son las verdades a las que realmente se puede asir sin engañarse al menos un poco, tendría que reconocer que su terreno de juego es el subjetivo. Responder «no sé» demuestra frecuentemente más sabiduría que asegurar categóricamente la verdad de algo de lo que desconocemos casi todo.
Casi siempre sucede que tenemos más claro aquello que no sabemos que lo contrario. Cada vez que se declara categóricamente que algo es verdadero, estamos mintiendo o exagerando deliberadamente, y lo sabemos. A pesar de ello, da mucha seguridad tener esas certezas en la recámara. Nos da orden y sentido. Nos sentimos refugiados. Son como nuestra casa. Son la balsa en la que navegamos por el inmenso mar de la duda. Por eso, aunque no se admita, nos gusta tener todo clasificado y jerarquizado. Ser siempre consecuente puede que sea lo más adecuado, pero nos impide declarar a los cuatro vientos que determinada verdad es irrefutable. En el fondo, tener algo pensado y decidido nos da la seguridad que nos quita el sempiterno y lógico depende. Vivir en la duda y en lo subjetivo se transforma así en un árduo esfuerzo que nos cuesta la confianza y hasta el prestigio social e intelectual. La ciencia incluso se muestra más humilde en su interpretación del mundo que el común de los mortales que se declara a sí mismo seguro de algo.
Lo más sensato, al final, es agarrarse al arte. Las únicas certezas que quedan ancladas en nosotros son las que sentimos como tales a través de la emoción artística. La ciencia podrá explicar cómo se mueven los electrones o por qué erupcionan los volcanes. Nadie pone en duda tales explicaciones, pero poco nos importan. Sin embargo, cuando sentimos en las entrañas la iluminación de una metáfora o el dolor provocado por la música, sabemos que no podemos explicarlo con razonamientos, que, tal vez, ni palabras haya para hacerlo, pero dentro de nosotros vive la certeza de la comprensión, del descubrimiento y la iluminación. Los electrones están por ahí danzando, pero nosotros nunca los hemos visto ni sentido. Los átomos de que estamos compuestos se volatilizarán cuando hayamos muerto, seguirán uno a uno su camino, pero ya no serán nosotros. Nuestras creencias y certezas no viajarán con ellos. ¿Dónde quedarán?
Al final no nos queda más remedio que vivir basados en el acuerdo. El impulso de conocer es imparable. La ignorancia sólo conduce al fanatismo, y de este hay que huir como de la peste. La ciencia tratará siempre de dar una explicación de los hechos, pero siempre habrá más cosas que no conoce de las que es capaz de explicar. El método científico es útil, nadie lo duda, pero nadie vive basando su existencia en la utilidad. Intuiciones, sentimientos y deslumbramientos que no pueden ser explicados son los que jalonan nuestro aprendizaje a lo largo de la vida. Cuando la tierra era plana, sus habitantes tenían las mismas dudas e incertidumbres que ahora que nos transportamos en una esfera por el espacio.
Tratar de agarrarnos a las certezas es comprensible. El ser humano se ha embarcado en un viaje muy ambicioso, no es otro que el del conocimiento. En ese viaje a lo desconocido nos sentimos solos y diminutos. Por eso la palabra verdad nos deslumbra. La verdad es el sol que nos da la vida y la duda y el azar nos hacen vivir en las sombras. Yo tengo por cierto que somos animales nocturnos.
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