Leía ayer y me sorprendía al comprobar lo que el ser humano es capaz de hacer aun en los momentos más espeluznantes. Leía, como decía, las palabras de un niño de catorce años encerrado por los nazis en un ghetto a unos sesenta kilómetros de Praga. Él no sabía que su siguiente viaje iba a ser el último y sin retorno. Auschwitz sería su destino final. Allí murió aplastado en una cámara de gas por los que eran más altos y fuertes que él y trataban de respirar el poco aire que quedaba en lo más alto del barracón.
Mi amigo, en los dos años que pasó en el ghetto fue promotor de una revista que circulaba allí entre muertos vivientes y además, dedicaba su tiempo a reflexionar sobre lo divino y lo humano. Todo le interesaba. Tenía a su disposición a grandes pensadores y científicos que como él pasaban los últimos días de sus vidas encerrados en esa cárcel al aire libre poblada por el hambre, el terror y la miseria.
Es cierto que me da un poco de rubor hablar de uno de sus textos cuando la tragedia que lo rodeaba se impone a nuestras conciencias mucho más allá que las palabras que brotaban de su despierta e infatigable mente. Aún dolorido por su experiencia y sorprendido por la madurez que poseía siendo un niño todavía, no quiero dejar de comentar algo que llamó mi atención. He pensado muchas veces en esto y por eso ayer disfruté mucho comentándolo con él.
Nuestra tesis, gracias por dejar que me incluya, sostiene que hay dos tipos de arte. Él los llama arte sereno y arte extático En gran medida depende del material que escojamos para expresarnos. Nada tienen que ver la palabra y la piedra por ejemplo. La obra de arte serena no permite que llevados por la emoción de un momento plasmemos nuestro sentimiento sin pensarlo. Un escultor no se puede abalanzar sobre la piedra y, dejándose arrastrar por el fulgor momentáneo, golpearla sin piedad para mostrar en un momento lo que ha despertado su ansia de expresión. El escultor, por seguir con el ejemplo, está condenado a trabajar poco a poco, meditando y trazando cada una de sus líneas con sumo cuidado. Escultura y éxtasis se oponen por principio. El escultor no puede elegir entre el impulso y la serenidad. La piedra le obliga a ser sereno.
Otros artistas tienen la opción de elegir. Un músico, un pintor o un poeta pueden, dependiendo de su temperamento o de la simple ocasión, dejarse llevar por el impulso que les impele a crear o meditar serenamente sobre la obra que llevarán a cabo.
El arte extático está gobernado por los estados de ánimo. Por ello puede ser absolutamente cambiante, no tiene por qué mostrar lo que realmente somos sino que puede responder a la reacción inmediata de un momento. El artista sereno, acaba mostrando lo que es. Su interior es tallado en la piedra que poco a poco va trabajando.
Los artistas serenos se pasan la vida corrigiendo y perfeccionando. Son ellos mismos los que se desnudan en cada palabra o pincelada. Los extáticos funcionan por la imperiosa necesidad de expresar lo que sienten en un determinado momento. Lo curioso del caso es que unos pueden escoger pero los otros no. El medio lo impide.
La última cuestión se plantea cuando nos preguntamos quién escoge a quién. La piedra me hace sereno o elijo la piedra porque lo soy.
La contradicción anida en mí. Sueño con conseguir la serenidad, la persigo y no conozco estado más humano y, sin embargo, admiro el éxtasis de quien es capaz de plasmar un sentimiento en un papel, una partitura o un lienzo sin titubear, dejando que su mente se arrastre por la fuerza inagotable de un instante. No me importa en absoluto que al día siguiente, nuestro poeta, escritor o pintor dibuje un trazo completamente diferente.
Me dormí ayer pensando en estas cosas pero soñé con una Praga ocupada, donde los pensamientos y el arte de nada sirven cuando una J pegada al abrigo te hace la víctima perfecta de un monstruo que nada sabe de serenidad ni de éxtasis, de arte ni conciencia y cuando los demás al verlo miran para otro lado y con el tiempo tienen la serenidad suficiente para olvidarlo.
Petr Ginz y Jusamawi