Todos los días pasan. Sólo algunos empiezan y acaban. No siempre es bueno ni lo uno ni lo otro. No siempre es malo tampoco. A veces la falta de límites permite al tiempo deslizarse sin dibujar contornos. Todo es uno y uno es todo. Otras, somos feliz o dolorosamente conscientes del paso de la vida. Sentimos que las horas y los días escapan como el agua entre los dedos. Nos aferramos a hitos que marcan principios y finales, pero que dejan siempre huellas reconocibles por la memoria. La memoria entonces se adueña del tiempo y le da forma. Lo moldea como las manos moldean la arcilla y deja clavadas para siempre miradas, caras y palabras. Los recuerdos se mezclan con los minutos y con los segundos y el tiempo se transforma en antes y después, en ayer y hoy, en tal vez mañana.
Todos los días pasan. Algunos se quedan y nos atormentan. Se empeñan en romper la línea recta y se retuercen en curvas imposibles volviendo siempre a nuestro lado aunque no les hayamos llamado.
Todos los días llegan y casi todos pasan de largo dejándonos huérfanos de tiempo en las manos. Se van y nunca vuelven la mirada. Se van pero no nos llevan con ellos. Estamos irremediablemente solos.
Todos los días acaban y sólo algunos los cuento. Todos los días llegan, pasan y acaban, pero sólo un puñado transforma sus instantes en palabras. Esos días el tiempo se detiene en la tinta negra y se queda. Sólo las palabras crean recuerdos. Sólo la memoria está formada por fantasmas y por letras.
Una y otra vez sólo importa el tiempo.
Retenerlo, definirlo, repetirlo, recordarlo, olvidarlo, hablarlo, expresarlo, fotografiarlo, cantarlo, contarlo… pasarlo.
Todos estamos siempre en su interior. Fuera de él imaginamos todo, pero sabemos muy bien que no existe nada. Fuera de él el silencio absoluto. En el silencio no hay memoria y sin memoria no somos nada. Pálidas sombras que se desvanecen como vapor de agua. Sombras que, sin palabras que las nombren, siempre se olvidan.
Somos tan sólo tiempo. El que fuimos y el que nos queda.
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