El ser humano ha llegado a dominar el mundo gracias a los mitos que él mismo ha creado. Esos mitos, sueños y creencias, han sido el cemento que ha unido a los hombres y ha hecho posible el desarrollo social de nuestra especie. Cemento o finos hilos, que más da, el hecho es que el artificio, una vez más, se revela clave para comprendernos. El grupo es grupo porque comparte. Comparte, sí, pero más importante que el alimento o el vestido ha sido y es compartir creencias y ensoñaciones. Esa endeble base ha sustentado a lo largo de los siglos nuestra evolución. La mentira creadora ha sido y es más poderosa que la ley del más fuerte. El hecho destacable, sin juzgar sus consecuencias, es que estamos unidos, en grupos cada vez más grandes, por la ilusión, a veces devastadora, de compartir mentiras que no consuelan pero que nos permiten permanecer unidos en la constante contradicción de avanzar juntos y acompañados por creencias compartidas. Me identifico contigo en lo que comparto contigo y admito a más y más compartidores si su quimera es la misma que la mía.
Más importante que compartir conocimiento ha sido y es compartir poesía.
También en un nivel más próximo, en el de nuestra vida cotidiana, sucede lo mismo. La cercanía no la siento con quien camina a mi lado sino con quien comparto recuerdos más que realidades. Esa capacidad poética de ver y sentir lo mismo ante algo determinado nos une a alguien de manera indeleble, no importa que los caminos personales se bifurquen y surjan las barreras de la distancia o el tiempo.
Cuando vivimos el presente y somos testigos juntos de algún acontecimiento, cuando algo provoca en nosotros una reacción determinada no somos conscientes de lo que ha sucedido hasta que lo recordamos. Con el tiempo y la distancia comprobamos la huella que aquello dejó en nosotros. Nada une más que comprobar que al otro le sucedió lo mismo. Desde ese instante, un lugar, una palabra, una música, un árbol dejan de ser lo que simplemente eran para convertirse en lenguaje poético. Captar ese lenguaje y compartirlo es lo que nos ata al recuerdo y a quien recuerda lo mismo que nosotros. Con aquellos que son incapaces de evocar, de ver más allá de sus narices, preferimos mantenernos a distancia, aunque esta sea sólo poética.
Mimosa fina, mimosa, mimosa común, mimosa plateada, aromo francés, acacia dealbata.
Son sólo nombres para una misma cosa. Podría llamarse de mil maneras distintas y nada importaría. La poesía no está en que la palabra que designa el objeto sea más o menos bella. La poesía no está en el tronco ni en las ramas ni en su primaveral color amarillo. Lo que une, lo que ata es saber que al ver la primera mimosa del año alguien siente con certeza lo mismo. Ese sentimiento compartido es lo que dota al árbol de poesía. El árbol no sospecha lo que provoca. El árbol es y bastante tiene con eso. El que ha aprendido a mirarlo, el que ve lo que no hay pero lo crea y lo siente, ese es el poeta. El que capta esa poesía invisible es nuestro compañero del alma, compañero.
Los hombres se unieron gracias a creencias inventadas. Si hoy en día hablamos y pensamos, aunque sea para desmontar mitos pasados y crear otros nuevos, es gracias a ellas. Dejamos de ser supervivientes para tratar de vivir al menos de vez en cuando.
Hoy ellas, las observadoras de la primera mimosa, se sienten cerca porque saben que al mirarla ven lo mismo. Y por supuesto, lo que ven no es tronco, ramas u hojas amarillas.
Ven y no hay que explicar qué. Eso es poesía.
El que tenga ojos...