El perro que creía meditar bajo la mesa

Cosa es el nombre que damos a lo que no tiene nombre. No lo tiene, al menos, para nosotros. Más allá de nosotros no conocemos nada. La cosa cosifica, nunca mejor dicho. No diciendo nada decimos todo ya que con tan humilde apelativo damos vida, existencia. Somos pequeños dioses que creamos cosas de la nada.

El lenguaje da vida. Lo primero fue el verbo. Sin él todo es oscuridad y silencio. ¿Dónde está  lo que no tiene nombre? Pregunta inútil. Simplemente no está.

Nombramos incluso aquello que no entendemos. Preferimos eso a que se no escape entre los dedos, a que lo innombrado desaparezca en la nada.

Eternidad, infinito y por encima de todo, dios, que todo lo hizo para así dejarnos tranquilos. Él como principio y como responsable de nuestro desconocimiento.

El lenguaje crea, ilumina, define, delimita, explica y, por encima de todo, nombra.

Todos nombramos la eternidad pero somos incapaces de entenderla. Lo mismo sucede con el tiempo, la vida y la muerte.

¿Quién nos mandó alejarnos del aquí y del ahora? ¿Por qué inventamos las preguntas? ¿Cuándo surgió la consciencia? ¿Por qué no me limito a observar sin pensar en nada?

Misterio irresoluble: sin palabras no soy nada, tan solo un amasijo de huesos y carne. Ellas son mi esperanza y maldición, mi libertad y mi condena, alegría y agonía. Gracias a ellas me levanto y por ellas me pierdo en los abismos de la desesperanza.

¿Cuál fue la primera pregunta? La primera palabra fue yo, no me cabe la menor duda. El primer verbo soy y la primera duda: ¿quién soy yo? La más simple y la más compleja. Con ella nació la consciencia y con ella la evidencia de que en algún momento también dejamos de ser. A eso, también le pusimos nombre y la  muerte asomó sus garras por detrás de la puerta.

Poniendo nombres creamos nuestro entorno. Pasamos de la genérica cosa al lenguaje concreto: flor, montaña, piedra o azul. Primero la consciencia y con ella la capacidad de crear, nosotros eramos entonces los dioses, no nos hacía falta ya un creador de todas las cosas. El lenguaje es el dios que está dentro de nosotros. El mundo nace y se yergue a medida que lo nombramos. Hay mar y diferentes mares, seres humanos, hombres y mujeres, rosas, amapolas y también flores.

La realidad es una, la nombrada. Sospechamos que puede ser inventada, pero no hay más remedio que vivir con esa duda. ¿Dónde están las certezas?

Lenguaje único y diverso. Para mi un blanco, para el esquimal mil tonos diferentes. La poesía crea, la matemática explica, la física describe, la filosofía pregunta. Todos son lenguaje y nos abren el camino a la curiosidad y el conocimiento.

Todo empezó con quién soy yo. En ello seguimos.

Todo empezó con tres personas tomando café en torno a una mesa. A la sombra, guarecido del sol, bajo la mesa, un perro dormitaba. Parecía estar nada más que en el aquí y en el ahora. Parecía meditar. (No lo hacía por mucho que se empeñe buda).

Sin palabras previas no hay meditación futura. El perro que dormitaba bajo la mesa tiene nombre; nosotros lo sabemos, él ni lo sospecha.

Lo primero, en efecto, fue el verbo. Antes de ser, todo lo que hay simplemente estaba (o parecía). La acción vino después. La trajo el verbo. Y con ella la vida.

Después de un segundo café, de discutir apasionadamente, de hablar sin parar de escupir palabras, los tres nos levantamos de la mesa, miramos al cielo azul de agosto, tocamos la piedra caliente del pozo, pisamos la hierba casi seca, observamos las primeras granadas, nos sentamos bajo la higuera.

Allá, bajo la mesa, el perro que no sabe que tiene nombre, seguía meditando. Una mosca que revoloteaba en torno a su cabeza parecía preguntarle: quién soy yo, adónde voy, de dónde vengo.

4 comentarios

  1. Yo soy y estoy. El perro se llama Mr. Max, llevo casi 14 años de #Vida comprobando como viene cuando se le llama. Él también es y está.

    Bss

  2. Yo, tú, él, nosotros. Somos y estamos. La diferencia entre él y nosotros es que él es si estamos nosotros.

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