Siempre que pensaba en mi palabra preferida me venía a la cabeza ojalá. No sé, imagino que me dejaba llevar por su sonido y porque reunía en un solo vocablo un concepto muy amplio. Me dejé seducir por ella durante demasiado tiempo.
Hoy lo veo claro. Ojalá indica deseo de que algo suceda. Eso suena bonito, nada más. Ojalá, palabra traidora, nos retiene y nos hace esperar. Yo detesto esperar y no sé cómo he podido vivir engañado tanto tiempo. Ojalá es resignación y falta de movimiento. Es poner en manos del destino, de Dios o de la madre tierra que algo ocurra. Ojalá requiere que mi voluntad se cumpla de forma interpuesta. Pedir que algo o alguien medie en mi favor. Desear, rogar y no hacer absolutamente nada.
Cuando conseguimos que los que necesitan algo no hagan nada y solo deseen que su situación cambie, estamos allanando el camino a la resignación y a la alienación. Las personas conformes con su vida pueden ser personas felices. Las personas conformes con la adversidad corren el peligro de poner sus vidas en manos de algo inaprensible, imposible de comprender y que la palabra ojalá personifica perfectamente.
Ojalá es pura apariencia. El deseo es inevitable; el deseo, si no va acompañado de la voluntad de que se cumpla, no sirve para nada. La voluntad sin acción se queda también en nada. Y la nada, como la palabra ojalá, me gusta, me atrae, pero me paraliza.
Ojalá nadie necesite decir ojalá. Significaría menos quietud y más movimiento, menos resignación y más acción. Y ya se sabe, entre hacer y no hacer…
Lo cierto es que nunca he conseguido quitarme un ojalá de la cabeza.
Soy un completo fracaso. Ojalá cambie algún día.
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