Yo sé que una persona que trabaja conmigo ha roto con su pareja. Mejor dicho, su pareja ha roto con ella. Mantenemos una excelente relación profesional, pero nunca tratamos temas personales. Hoy tengo una reunión con ella para hablar sobre unos presupuestos para el curso que viene. ¿Le pregunto por su situación personal? ¿Demuestro que ya conozco el estado de las cosas? ¿No digo nada salvo que sea evidente que se encuentra mal y solo en ese caso le pregunto?

Mi hija va a hacer un máster online el curso que viene en una universidad española. En un par de días yo tengo una cita profesional con la responsable de la parte práctica de ese curso, ya que ellos quieren trabajar con nosotros y enviarnos a profesores y profesoras en prácticas. ¿Le hablo de mi hija en la reunión? ¿Le doy sus datos para que sepa de ella y, llegado el caso, le pueda ayudar a encontrar un centro donde hacer las prácticas del máster? ¿Me callo y separo absolutamente lo profesional de lo personal?

Estamos en junio y es época de exámenes finales. En el centro tenemos normas al respecto. Si alguien llega tarde a un examen y un compañero o compañera ya ha salido de la clase, no se permite hacer la prueba. En caso contrario, no hay problema en que la haga. Una profesora me ha contado el caso de un estudiante al que solo le quedaba una pequeña parte de una asignatura pendiente, pero se equivocó de hora y no llegó a la hora determinada para hacer el examen. Aplicando la norma, no podría hacer la prueba, suspendería y no podría promocionar al curso siguiente. La profesora me plantea saltarnos la norma que en otros casos se ha aplicado, pero que en este caso ella cree demasiado estricta. Ve descompensada la falta y el castigo. ¿Qué hago? ¿Le apoyo y le damos el examen por válido? (La profesora se lo permitió hacer fuera de tiempo). En otro caso no igual, pero sí parecido, no permití que una alumna hiciera el examen tras haber llegado tarde. ¿Tengo en cuenta el comportamiento y la trayectoria de cada persona al aplicar la norma? ¿Soy inflexible e igual para todos?

Estando haciendo la compra en un supermercado, un chico se me acercó y me pidió treinta céntimos porque no le llegaba para poder pagar una bolsa de patatas. Yo no tenía treinta céntimos y le di un euro. El chico se fue todo contento. Al rato, en otra sección del supermercado, vi al chico pedir dinero a otra persona. Le observé y no tuve ninguna duda de que estaba haciendo lo mismo que había hecho conmigo. Tuve la tentación irresistible de ir rápidamente donde él y descubrir su pequeño timo. En el último momento me detuve y pensé: ¿voy o me quedo? ¿Descubro el pastel o dejo que se vaya y siga haciendo su negocio con más incautos? ¿Permito que se salga con la suya o le desenmascaro?

Un dilema es un argumento formado por proposiciones contrarias. Al confirmar o negar una de las proposiciones, demostramos lo que queríamos probar.

En estos casos, yo no quiero probar nada, por tanto, la definición de dilema como argumento constituido por dos proposiciones contrarias no me sirve, no me saca del atolladero.

Lo que se atiene a estos casos es lo que se llama dilema ético o filosófico, donde uno se encuentra bajo dos situaciones morales en conflicto. Lo peculiar de los dilemas éticos es que ninguno de los requisitos morales anula al otro. Es como tener dos obligaciones, pero que siempre entran en conflicto.

Nuestra decisión en estos casos pasa por elegir un desarrollo de los acontecimientos entre dos o más posibilidades con el problema añadido de que nuestra elección, no es más que eso, una elección; no anula por inadecuadas o malas las restantes posibles elecciones.

Cuando tomamos una decisión ante un dilema, puede pasar que la decisión que adoptemos siempre sea desagradable y nunca satisfactoria. La resolución de dilemas morales siempre está basada en nuestras creencias o convicciones y, basándonos en ellas más que en la lógica o principios inamovibles, tomamos la decisión.

Dilema significa dos premisas y las dos pueden ser aceptables o desagradables. Ese no es el problema; el problema, como siempre, es decidirse. El dilema viene siempre acompañado de la duda. El dilema es alternativa. Al final nos debatimos entre hacer lo correcto o no. Y lo correcto, bien entendido, es siempre aquello que nos conviene.

Lógica y sentimientos se enfrentan y en el peso que demos a cada uno de ellos estará la clave de hacia dónde inclinaremos la balanza.

En no pocas ocasiones, es más fácil tener una opción clara ante problemas trascendentales que cotidianos. Puede ser más fácil decidir si salvar a la madre o al hijo en caso de peligro en el parto que denunciar o no al chico que pedía treinta céntimos.

No importa que las consecuencias sean más o menos graves y traumáticas. Las convicciones, sobre todo cuando vemos una situación desde fuera, ayudan mucho en temas más trascendentales. Las convicciones flaquean, sin embargo, en lo que hemos dado en llamar dilemas cotidianos. Aunque, o porque, las consecuencias son más leves, somos más ligeros e inconsecuentes a la hora de tomar una decisión.

En todos los casos, no obstante, tenemos que tomarla y de todos es sabido que en última instancia somos, además de recuerdos, las decisiones que tomamos. Lo mismo da que sean estas cotidianas o trascendentales.

P.S.: No le pregunté por su pareja y su ruptura. Sí le hablé de mi hija y su máster. Acepté el examen del alumno. Dejé al chico de los treinta céntimos seguir haciendo su agosto. Salvaría a la madre.

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