Veintiún grados. Mayormente nublado. Z.A. canta y yo muevo ligeramente la cabeza. Mesa blanca, flexo negro, agenda roja. Treinta de junio por la tarde. Siempre estoy solo en tardes como esta. La puerta del despacho cerrada, la ventana abierta. Este año he colocado estanterías nuevas y todo se ve más ordenado. Tiempo de despedida. El último uno de septiembre queda tan lejos y el próximo no tanto. Un verano de por medio lleno, espero, de futuros recuerdos. Abro mi agenda y recorro los días que uno a uno he ido tachando. Por delante, dos meses aún vacíos. Algunos días tendré que rellenarlos, pero espero dejar otros muchos en blanco. Eso significará que andaré ocupando mi tiempo en otros papeles, en otros lugares y poco a poco olvidando anotar deberes y obligaciones. He recorrido, también este año, el edificio de arriba a abajo. Todo estaba vacío; las aulas, los pasillos, las salas de reuniones. Podía oír mis pasos según bajaba las escaleras. Un aula vacía nunca está llena de silencio. Si te concentras, se oyen sin mucho esfuerzo las palabras que han quedado flotando en el aire. Un colegio en verano es algo que pierde su sentido. Lo que está preparado para estar lleno no aguanta bien el vacío. Cuando miras, ves lo que no está y cuando escuchas, oyes el sonido del silencio.
Bolígrafos rojos, verdes, negros y azules. Rotuladores. Una grapadora, una calculadora, mi botella de agua, el teléfono. Un calendario, el horario, cuatro montones de papeles. Carpetas rojas y marrones. Una impresora, el ordenador y azetas de colores. Un rótulo en cada uno, en muchos de ellos años ya pasados y dulcemente olvidados. Mi mochila viene y va conmigo y ahora espera en silencio el momento de irnos. Cosas todas ellas que se quedarán aquí esperando, que en verano no forman parte de nada, que son solo pausa, ni tan siquiera memoria de lo que guardan.
El otro día vino un alumno a hablar conmigo. Me dio las gracias por lo que le había enseñado. Me dijo que era mejor ahora que hace dos años y que tenía más ganas de aprender de las que tenía cuando vino. Estuvimos hablando casi una hora, de su vida, de sus proyectos y de sus ganas. Al irse, me apretó la mano y yo me quedé quieto, sentado a mi mesa, pensando que solo esa hora había compensado un año entero de trabajo.
Él representa el sentido de las cosas. Él hace que la duda se borre al menos levemente. Él hace que el esfuerzo merezca la pena. Él representa a otros que no hablan pero que yo sé que asienten. Él me confirma que hablar es casi siempre mejor que callar, hacer que no hacer, levantarte que quedarte sentado.
Personas, cosas, días y horas. Amigos, compañeros, palabras en conversaciones, palabras en discusiones. Acuerdos y desacuerdos. Días buenos y no tan buenos, anodinos y reconfortantes, grises, negros, amarillos y azules.
Todo parece siempre lo mismo, los años iguales, repetidos, sin casi diferencia, recuerdos que se acumulan confundiéndose unos con otros. Todo parece lo mismo, pero yo sé como él que los tiempos siempre están cambiando. Que yo ahora me iré y que en septiembre volverá otro que, tonto de él, pensará que es el mismo. Se sentará a la mesa, encenderá el flexo, abrirá la agenda y seguirá escribiendo. No sabe que las palabras, aunque repetidas, siempre son distintas.
Apago el ordenador, apago la luz, cierro la puerta y salgo a la calle pensando qué lejos queda septiembre.
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